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ESPECULARES – pentadécima serie

Posted on 5 octubre, 2016

Crítica ficción
 
 
Alfredo Gurza
 
 
Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo, que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.
 
 

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Leopoldo Méndez y Pablo O’Higgins, La maternidad y la asistencia social (detalle), 1947, mural al fresco en el vestíbulo de la Maternidad Número 1 del IMSS, México, D. F., archivo fotográfico Cenidiap/INBA.

“Hemos de solicitar la indulgencia del lector para detener aquí el curso de nuestras reflexiones, con la promesa de reanudarlas sin gran demora y con mayor brío, pero es que resulta difícil abstenernos de señalar un hecho significativo que precisamente por palmario suele dejarse de lado al hablar de Borunda. Que su irrefrenable pasión por hacer de su vida y de su arte un espectáculo fue su sello distintivo es algo incontestable. Se trata de una pasión llevada al extremo de lo chocante. La veleidad del gusto y del mercado, el carácter necesariamente efímero de toda conmoción estética y el natural desgaste de los signos permiten anticipar que en un futuro no muy lejano la gráfica de nuestro artista sea objeto de interés para tan sólo un puñado de expertos exquisitos; pero en las calles, las cantinas y los patios de las escuelas se seguirá llamando ‘borunda’ a cualquier lance alardoso que mueva a un tiempo a hilaridad y admiración por expresar esa curiosa mezcla de vanidad desmesurada, desproporción de los medios y los fines, humor infantil y fina inteligencia. Ahora bien, todo esto habría que remitirlo a las circunstancias singulares de su nacimiento. Como hemos dicho, éstas suelen mencionarse pero creemos que nadie las ha evidenciado como prefiguración del sesgo particular de su trayectoria. Brevemente, Borunda nació en la Maternidad Nacional el día de la inauguración del hospital, más precisamente durante la ceremonia de inauguración, que contó con la presencia del Primer Mandatario y la Primera Dama, buena parte del gabinete, un par de embajadores, una docena de plutócratas con sus cónyuges y una multitud de representantes de la prensa. Concluidos los discursos, cortado el listón, iniciado el recorrido por las instalaciones —en operación desde una semana antes—, el protocolo ceremonial hubo de ceder el campo al protocolo de emergencias médicas: el alumbramiento de Borunda se había complicado inexplicablemente y suscitó, quizá por la presencia de tan ilustres invitados, por la relativa desocupación del personal debida a la falta de pacientes y por las ganas de echar mano del flamante equipamiento de vanguardia, la concurrencia afuera del quirófano de casi todos los médicos, enfermeras y técnicos de turno. Aquello devino en absoluta confusión, abultada por la turbamulta de fotógrafos, camarógrafos y reporteros, quienes se abrían paso a codazos y pisotones sin consideración de la investidura o el género de los arrollados. El doctor Torregrosa se sobrepuso al embate y tras media hora de suspenso insoportable emergió triunfante del quirófano, alzando en brazos —como Julio César las armas de Vercingétorix— a la criatura berreante. Curiosamente, la ovación, los vítores y los alaridos de mariachi que acogieron la gesta arrancaron la primera sonrisa al bebé, cosa que fue muy comentada en ese momento y durante los diez días que se prolongó la cobertura de su nacimiento en la prensa escrita, la radio y los noticieros cinematográficos. A pregunta expresa, el galeno confesó que no se explicaba por qué no había sido un parto natural sin incidentes y añadió perplejo, con cierto aire de misterio: ‘Si no fuera porque me precio de ser un hombre de ciencia, diría que el niño se resistió a salir adrede, aprovechando la ceremonia, namás para llamar la atención’. Y así fue que nuestras primeras imágenes del artista (y son muchas) lo muestran envuelto en un paño, manoteando, sonriente, rodeado de cámaras y micrófonos, como saboreando el tremendo jaleo que había armado. Fue su primera borunda, y diría yo que la mejor lograda”.
 
Félix Cázares, Borunda total, Guadalajara, Publicaciones del Anuario de Estética Trascendental, 1997.
 
 


 
 
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Certificado internacional de vacunación de Diego Rivera, 1953, Fondo Diego Rivera, Cenidiap/INBA.

“Una vacuna que nos inocule

La vileza de esta noche desastrada,

Mazando en el odre de la memoria

Cobardías, canalladas y crueldades

Hasta separar el suero infame

De la cuajada de lo banal obsceno,

Para que invada y colme

Cuanto de bueno haya adentro,

Y lo ofenda y lo exaspere

Hasta orillar una respuesta

Que interrumpa el flujo de toxinas,

Toda esta inmundicia empalagosa

De indiferencia y disimulo.

Una probada concentrada

Del mal que nos hacemos,

Un sumario del veneno,

Un revulsivo,

Pero todo atemperado

Por la estúpida esperanza,

Por la fe desnuda, inútil,

Para que el cultivo no mate ni atarante,

Sino anime y reconcentre

Lo que de voluntad quede todavía,

Y erigir así desde las células,

En los tejidos,

En la carne y en los huesos,

Un memorial inmunológico,

Una matriz citoplasmática

Que imagino de un suave azul

De nomeolvides”.
 
Meike Kramarzcyk, Otología y moral, o de la sordera ruin, Fráncfort del Meno, Freies Spiel Verlag, 2013.
 
 


 
 
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Leopoldo Méndez y Pablo O’Higgins, La maternidad y la asistencia social (detalle), 1947, mural al fresco en el vestíbulo de la Maternidad Número 1 del IMSS, México, D. F., archivo fotográfico Cenidiap/INBA.

“A los ocho años me encomendó mi padre a los maristas, convencido de que el internado era lo más conveniente, vista su incapacidad para lidiar conmigo en el día a día de la alimentación, los deberes escolares, el ocio por cultivar y las preguntas por responder. Si algo puede decirse de él es que era muy consciente de las limitaciones que le imponía su egoísmo. Y, bueno, hay que añadir que era un hombre franco y resuelto, además de amoroso a su manera. No la pasé mal, de ningún modo. Los hermanos me formaron bien y, sobre todo, no me amputaron la capacidad de advertir las deficiencias de su instrucción e ingeniármelas para remediarlas. Mi historial de proyectos irrealizados, de propósitos incumplidos, de ideas truncas, apenas atisbadas y en general mal desarrolladas, no es achacable a mis maestros. Que hoy se me repute (como lo hizo hace no mucho una profesora canadiense que escribió una monografía minuciosa sobre mi obra) de ser ‘un alienado furioso, y encima copioso y repetitivo’ habría que tomarlo quizá como un retorcido elogio a mi incontinencia sapiencial. Estoy ávido de conocimientos, de poseerlos y de exponerlos, y padezco de la obsesiva necesidad de no estar equivocado. En eso soy el polo opuesto de uno de mis profesores, un hombrecito cegatón y mal vestido que no dictaba clase: la musitaba, y cuando alguien le pedía repetir lo que acababa de decir en un tono casi inaudible, invariablemente respondía (alzando la voz tanto que nos sobresaltaba): ‘¿Qué? No, no fue nada. Estoy seguro que no vale la pena repetirlo’. Yo sí repito, y repito mucho. Así avanzo cuanto puedo, a machamartillo, y de antemano me disculpo con los televidentes que a raíz de esta entrevista se animen a buscar mis libros: los aguardan resmas y más resmas de reflexiones un tanto estrambóticas y reiterativas, pero les doy mi palabra de que les valdrá la pena el esfuerzo. (Risas) Otro de mis maestros era todo un personaje, este sí de mucho porte, de personalidad arrolladora; no fue sino hasta mucho después que me di cuenta del ascendiente tan nocivo que tenía sobre nosotros. Y es que nos salía con cada barbaridad y nos las creíamos todas a pie juntillas. Recuerdo algunas de sus frases, hoy me dan risa pero entonces eran parte de nuestro catecismo de hombres de verdad. No sé si eran ocurrencias suyas o si las había leído en algún lado y nos las endilgaba como suyas. Con sus gestos de romántico desengañado de la vanidad del mundo nos espetaba: ‘La política, jóvenes, es una hembra frívola, frígida y estéril’; ‘Ahora que están a punto de saber de amores, siento que debo advertirlos de la penosa dimensión veterinaria de la pasión carnal’; ‘Soy un convencido del supremo valor de la libertad y es por eso que defiendo mi derecho de oponerme a que cualquier hijo de vecina me llame compañero’, y así por el estilo. ¿Se imagina usted? ¡Teníamos doce o trece años! ¡Qué bruto! ¡De cuántas maneras que ignoramos todavía nos habrá desorientado para toda la vida! (Risas) Pero era muy simpático. Le digo, no me la pasé mal y ciertamente le agradezco a mi padre haberse abstenido de hacer el intento de tenerme a su lado”.
 
José Carlos Mora, de la entrevista realizada en Villahermosa por la UTV-CJ en febrero de 1984.
 
 


 
 
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Catálogo de la exposición de Pablo O’Higgins en el Salón de la Plástica Mexicana, México, D. F., 1956, Archivo fotográfico Cenidiap/INBA.

“Y tú, en tanto, sola en aquellas llanuras hostiles, malviviendo, angustiada hasta lo indecible. Y esta maldita distancia que engruma el pensamiento y traba el mecanismo del decirte. Entre nosotros hubo desde siempre un lenguaje de señas convenido, los gestos exclusivos de nuestra tribu de dos; desde que nos cayó encima esta noche espesa estamos condenados al silencio más frustrante. Los enamorados somos idealistas subjetivos absolutos: no hay señas donde nadie puede verlas. Me consuela pensar que hemos forjado también palabras que denotan la dulzura de lo común, del entreverarse en uno y otro, y que al repetirlas en tu ausencia las preservo del feroz proceso de desintegración y aplanamiento que amenaza con arrojarlas al fondo indiferenciado de los usos cotidianos. Son palabras-rito, máquinas de suprimir el tiempo y el espacio; en cada enunciación me devuelven tu ser conmigo, íntegro y perfecto, bajo especie de eternidad, y el excedente de significado que rezuma de sus poros es también nuestro patrimonio, para lo que se ofrezca, para irlo usando como vaya pidiendo. Eso me conforta, pero no basta para curarme de esta nostalgia tan hambrienta, tan sedienta, tan desoladora. A veces, a esta hora, se me figura que las voy perdiendo, que su magia se desgasta irremisiblemente, y desespero de recuperar algún día la fuerza necesaria para producir nuevas palabras, como produce el trabajo humano la tierra que se cultiva, para seguir diciéndote de otros modos, más claros, menos frágiles… Intento otra analogía: quisiera poder hacer un fermento poderoso con la levadura de la memoria, la masa ludia de la hogaza más sabrosa y de provecho. En medio de mi ofuscamiento caigo en la cuenta de que bien podría ser que sólo logre moldear cáscaras de palabras y entonces me llena de espanto la tragedia de lo nominal: que habiendo el nombre, quede por siempre ayuno de la realidad que tanto anhelo denotar”.
 
Walter Aguirregaray, Cartas desde prisión, Montevideo, Colectivo Sin Perdón Ni Olvido, 2002.
 
 


 
 
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Juan O’Gorman, Historia de la aviación (detalle), 1937, mural en el Puerto Aéreo de la Ciudad de México. Fue destruido por acuerdo de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, Archivo fotográfico Cenidiap/INBA.

“Las colinas peladas, salpicadas de fortificaciones derruidas donde anidan las cobrizas salamandras ponzoñosas que son el emblema de este reino, se alzan sobre la ensenada que parece acurrucarse entre los poderosos brazos del Gigante Vilnü, cuyas manazas de arena chapotean en el agua helada del mar de Zaln: son las islas rasas y anegadizas de Holffern y Drahl, donde muchos buscaron en vano y al precio de su vida el bulbo escamoso de la zoeddita resurgensis. Se cuenta que mar adentro y bajo el espejo iridiscente medran criaturas entrevistas sólo acaso, traslúcidas madejas que trenzan y destrenzan sin cesar sus filamentos con insaciable voracidad. Y se dice también que esa es precisamente la materia de la urdimbre con que las pesadillas nos sujetan en cuanto el hambre y la desazón vencen nuestra resistencia. Aquí ya nunca hay día, todo transcurre siempre igual bajo la bóveda opaca; asoman apenas las seis pálidas lunas de la razón, remotas e indiferentes. La naturaleza punzante de las cosas se degrada desde hace tiempo, tornándose viscosidad enervante, frotamiento de sustancias cada vez más indistintas, erosionadas, informes. En la playa de guijarros puede verse todavía el tinglado de los funámbulos, de vertiginosa altura. Cuando todavía llegaba a brillar el sol, solían hacer sus acrobacias en la cuerda floja, animando a los demás a intentar lo inconcebible: ‘La esperanza siempre será mejor consejera que el miedo’. Hoy ya sólo es un monumento a la apatía: en masa resolvimos disputarnos los despojos, el botín de la demencia, bajo este múltiple y desmedrado plenilunio”.
 
Maryam Aadan, En el reino de la salamandra, París, Voix D’Abord, 1981.
 
 


 
 
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Juan Guzmán, Sepelio de Diego Rivera, México, D. F., 25 de noviembre de 1957, Archivo fotográfico Cenidiap/INBA.

“Esto ya es ayer.

El sueño escurre de mi cuerpo, se derrama.

Diligente, el celador estruja cada miembro y cada órgano.

Yerto y desecado, me desentiendo.

No me atañe más esa añoranza

Tan absurda e indispensable,

Tan humana, tan de vivos,

De un pasado donde fuimos desdichados.

No está en mí,

Ya no,

Si es que alguna vez lo estuvo,

Prevenirlos contra el imperativo categórico

De hacer de los azares peculiares de una vida

Regla universal de necesaria aplicación.

Mi lengua, masa árida,

Inválida,

Se quedó a medio chasquido.

Y ultimadamente,

¿Es algo más que baba y aire la advertencia?

¿No nos nutre la admiración de nuestras peores cualidades,

La alabanza de la disciplina peculiar,

De la excentricidad de las virtudes,

De la singularidad de nuestro hedor?

Esto ya es ayer.

Me disgrego:

Cuanto es humano me es ajeno.

¿Y quién habrá de descargar mi ánima?”.
 
Viorel Stelea, Elogio del agua, Canto XXXII, Bucarest, Editorial Chiriches, 1969.
 
 
 
 

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