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La Galería José María Velasco. Espacio público de promoción cultural en Tepito

Posted on 10 febrero, 2015

Carlos Guevara Meza
 
 
Texto leído en la presentación del Libro La Galería José María Velasco. Espacio público de promoción cultural en Tepito de Guillermina Guadarrama, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Bellas Artes, Galería José María Velasco, 2013. Galería Velasco.
 
 
En primer lugar hay que felicitar ampliamente a la autora de este magnífico e interesante libro, la maestra Guillermina Guadarrama, que realizó un excelente trabajo de investigación para documentar ampliamente la trayectoria de este importante espacio. También se debe felicitar al maestro Alfredo Matus por el esfuerzo que significó la edición tan profusamente ilustrada y hermosa que hoy nos convoca.
 
 
Este libro da cuenta de sesenta años de historia de un espacio que el propio maestro Matus en el prólogo califica de sui géneris. Lo es, en efecto. Prácticamente toda la tradición de las bellas artes, desde su fundación en la época del Renacimiento y hasta nuestros días, con honrosas excepciones, ha querido ver en la contemplación, el conocimiento y, por supuesto, la posesión de obras de arte, un elemento de distinción clasista en perjuicio de los sectores populares e inclusive de la clase media. Como si el dinero y el poder no bastaran, el arte también se utiliza como un medio de exclusión y segregación. La potencialidad libertaria del arte, su capacidad para ponernos en contacto con facetas de nosotros mismos que no ejercemos, o peor aún, que no se nos deja ejercer en la vida cotidiana y en el trabajo diario, y de ponernos en contacto también con otros, descubrir que los demás pueden pensar y sentir igual que uno, es domada mediante la veda a su acceso. De ahí que grupos políticamente radicales que desarrollaron en sus sociedades procesos revolucionarios y que, en algunos casos, llegaron a la victoria, enarbolaran siempre la bandera del libre e igualitario acceso al arte, así como a los procesos educativos, incluyendo la misma formación artística, para permitir ampliar su comprensión y goce. El museo moderno nació cuando la Revolución francesa expropió al Rey su colección de arte y su palacio (el Louvre) para abrir sus puertas a todo aquel que quisiera verlo.
 
 
Algo similar ocurrió con la Revolución mexicana, cuyos sectores más radicalizados (anarquistas, socialistas y comunistas) pugnaron, en gran medida con éxito, por el derecho universal de acceso a la educación y la cultura. Este proceso, sin embargo, no se dio sin conflictos ni contradicciones. Reconocido el derecho universal a la cultura, esto no siempre se tradujo en prácticas acordes con este principio, ya porque algunas de ellas fueran directamente en contra suya, o porque su limitada extensión no permitía cumplir realmente el propósito. En algunas ocasiones, desafortunadamente, incluso los representantes de los mismos grupos radicales y de los propios sectores populares, acostumbrados a ver al arte como un simple entretenimiento para los exquisitos, tampoco le dieron la importancia que se debía a un proyecto que no era sólo estético sino también y sobre todo, político, pues el derecho universal a la educación y la cultura lo que presupone, lo que hace valer, es la esencial igualdad de todos los seres humanos.
 
 
El ímpetu de la Revolución mexicana explica, en la década de 1950, la fundación de las galerías en tradicionales barrios populares de la ciudad de México. Su historia y la de sus discursos muestran las dificultades para llevar a cabo el proyecto igualitario y las contradicciones que lo atravesaron. Guillermina Guadarrama, en un estilo ágil y preciso, casi telegráfico, va descubriendo los hilos de una trama que me parece fundamental en la medida en que revela un panorama más amplio: el de la lucha por la cultura en México.
 
 
Las galerías populares establecidas y ampliamente promocionadas por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) con exposiciones de los más grandes maestros del arte mexicano de entonces, como José Clemente Orozco, cuyo nombre ostentaba originalmente este espacio, inauguraciones con participación de los altos mandos del instituto, embajadores extranjeros y amplia cobertura de prensa, sufrieron desde el principio las dudas acerca de su viabilidad. El arquitecto Guillermo Rosell de la Lama, el mismo que había acondicionado el lugar para transformar un teatro de medianoche en esta magnífica galería, trabajo saludado en su momento por la prensa con frases como “la más moderna”, “la más funcional”, la más “amplia” y la mejor diseñada en términos “de los modernos avances científicos “, escribió en el catálogo de la exposición inaugural, según cita Guillermina Guadarrama, que el lugar no era adecuado para un espacio artístico porque “nuestro pueblo no habría de reaccionar positivamente ante este acontecimiento”. Posturas como ésta, que afectaban no sólo a las galerías populares sino a todo el proyecto cultural de la Revolución y que se traducían en prácticas como la limitación de recursos para el instituto, quizá obligaron al INBA a cerrar las otras dos galerías (la de la colonia Doctores y la de la Guerrero), para enfocar sus baterías en los proyectos de Chapultepec, a fin de cuentas también un área de confluencia popular, mientras que la Galería Orozco sobrevivió quizá por haber sido encuadrada administrativamente como una sala del Museo Nacional y no como un espacio independiente, aunque en gran medida olvidado.
 
 
Para la autora es claro que la galería logró sobrevivir gracias al ímpetu y dedicación de sus sucesivos directores: Elena Olachea, Enrique Martínez, Juan Carlos Jaurena y Alfredo Matus, que han enfrentado con gran creatividad las limitaciones presupuestales, el olvido, el desdén e incluso los embates directos de diversas autoridades de la ciudad de México que, con motivo del llamado “Plan Tepito”, trataron de desaparecerla. En más de una ocasión la galería programaba exposiciones consideradas como de bajo perfil (dibujos infantiles, de maestros de artes de educación inicial), bajo el argumento de que el público, por su extracción social, no alcanzaría a comprender obras de mayor complejidad y profundidad, pero “el tiro salía por la culata”, pues las muestras no dejaban de ser interesantes en términos plásticos y se correspondían e incluso ampliaban su vocación democratizadora que, entonces, no sólo permitía a la gente del barrio ver las “grandes obras maestras”, sino que convertían a la galería en un espacio también de muestra de la propia producción visual popular.
 
 
Los sucesivos directores se las arreglaron para convocar lo más interesante de la producción artística del momento, y no sólo en el campo de las artes visuales, pues el foro permitía también puestas en escena de teatro y danza, así como conciertos, con la participación de artistas que en ese momento eran jóvenes casi desconocidos y que con el tiempo se convirtieron en nombres fundamentales de nuestra cultura. También fundaron talleres para la enseñanza de las artes, en un esfuerzo para poner al alcance de la gente no sólo las obras de arte, sino también los medios para producir las propias. Destacan en el libro de Guadarrama las estrategias de los directores para vincularse con el barrio, abriendo sus puertas a sus propias manifestaciones y tradiciones culturales que han llegado a ser legendarias como el baile y el albur, así como a sus movimientos culturales, como el también legendario Tepito Arte Acá.
 
 
Por todo ello, la Galería Velasco ha sido y es un ejemplo magnífico de lo que puede ser, y en mi opinión debería ser, la función social del arte al margen y en contra de elitismos y clasismos criticables y combatibles. Una apuesta que hay que continuar y fortalecer con todos los medios a nuestra disposición. Mis felicitaciones de nuevo por estos logros titánicos, y por este libro que nos los muestra.
 
 

 
 

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