ESPECULARES – quinta serie
Posted on 29 abril, 2016 by cenidiap
Crítica ficción
Alfredo Gurza
Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo, que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.
“El Llamamiento de Estocolomo fue la última campaña capaz de unir a la humanidad en torno a la causa común por excelencia: su propia supervivencia. Y fue también, me parece, la primera que el cinismo más desfachatado logró desvirtuar primero y enseguida frustrar. El camarada comunista Joliot-Curie —pionero de la investigación atómica, galardonado con el Nobel— movilizó a las figuras más destacadas en todos los campos para lograr el consenso de “los hombres y mujeres de buena voluntad del mundo entero” en torno a dos puntos claros y sencillos: prohibir las armas atómicas (‘instrumentos de intimidación y genocidio’) y juzgar por crímenes contra la humanidad a cualquier nación que las utilice contra otra. ¿Quién puede estar en contra de eso? Los poderosos y sus sicarios, nada más. Así que la manipulación anti comunista de las conciencias sembró en ese momento la semilla del cinismo y la desidia que hoy impiden imaginar siquiera cualquier iniciativa planetaria exitosa por el propio bien de nuestra especie. No me explico de otro modo el desprecio y las burlas que amontonó la prensa sobre mi Reacción en cadena del amor, una ópera sobre los usos pacíficos de la fisión nuclear que fue acusada infundadamente de haber sido patrocinada por Moscú. Incluso llegaron a decir que el libreto, fruto de mis desvelos de tres meses, era el trabajo de un comité especial de científicos y técnicos nombrado por el Comité Central y que me había sido entregado en la embajada soviética en París. Todavía me da un vuelco el estómago y me hierve la bilis cuando recuerdo la noche del estreno, los terribles abucheos y las risotadas de esos patanes (ellos sí pagados por los servicios secretos de Estados Unidos y Gran Bretaña, he visto los documentos) cuando aparecieron en el escenario los personajes del Uranio (tenor heroico) y el Agua Pesada (mezzo), con sus trajes diseñados con tanta creatividad por mi entonces esposa, Rosita Ramírez-Cueto. Fue atroz. Mi composición mejor lograda fue torpedeada por los mismos destructores que echaron a pique nuestra última esperanza de salvación. Nos tocó compartir ese trágico destino, lo digo sin vanidad”. Björn Munsö, Música para las masas y otros invitados, Malmö, 1983.
“Al estudio del maestro Kavrakos llegó una tarde don Emilio Pertusi, el dueño del almacén más elegante de la ciudad y poseedor de una de las mayores fortunas del continente. Tenían trato de años atrás, el maestro restauraba obras de la fabulosa colección del magnate y lo aconsejaba de vez en cuando sobre alguna pieza a la que le tuviese echado el ojo. Pertusi entró al estudio y sin mediar palabra colocó un paquete envuelto en papel de estraza sobre la mesa grande. Kavrakos se puso de pie, miró a su cliente y amigo y tomó el envoltorio. Antes de que lo abriera, Pertusi me señaló con una mirada inquisitiva. El maestro dijo con un tono entre aburrido y resignado: ‘¿Este? Descuide. Es mi nuevo ayudante. Un supernumerario de la Nacional, ¡imagínese usted!’. Para ese entonces yo ya había aprendido a no abrir el pico, observar con absoluta concentración y obedecer sin chistar. Sin apartarme del caballete, seguí su conversación con viva curiosidad. ‘Viene directo del aeropuerto, ¿verdad? A ver qué tenemos aquí’, dijo Kavrakos mientras desenvolvía el paquete. ‘¡Vaya! Un bodegoncito a la manera del taller de Sánchez Cotán’. Tenía esa maña del diminutivo: ‘el cuadrito, la tallita, el grabadito’. Con su acento espeso sonaba muy gracioso. ‘¿Quién se lo consiguió? ¿Lermolieff? Ya le he dicho que ese amigo no es de fiar’. ‘Y he acatado su advertencia’, repuso Pertusi. ‘Ya no hago negocios con él. Este cuadro llegó a mis manos por intermediación de Ruger Zaladof. ¿Lo conoce?’. ‘¡Y tanto! Antes de la guerra quiso enredarme en sus ardides. Estábamos en Chipre esperando un pasaje. Es muy astuto, convence casi a cualquiera, pero a mí siempre me ha dado mala espina’. Kavakros miraba con desdén el cuadro mientras hablaba. ‘¿Sabe qué me hace desconfiar de Zaladof? No sé si usted lo habrá observado, pero la forma de las uñas no coincide con la de los pliegues de su oreja izquierda. No se corresponden. Un ojo bien entrenado no necesita más evidencia’. ‘Pues no, no lo he notado. Aunque recelé un poco cuando me dijo que ese cuadro era de la colección del palacio de Cavalcasalle’. ‘¡Cavalcasalle ni más ni menos! Ruger se vuelve temerario, entonces’. Y volviéndose hacia mí, ‘dígame, Robles, ¿qué hemos de hacer con esto?’. No sé qué comencé a balbucear, pero el maestro prosiguió: ‘es un bodegoncito horrendo. Yo creo que lo mejor será tirarlo a la basura’. Dicho lo cual, arrancó la tela del marco de un solo jalón y la arrojó al piso. Pertusi intercambió una mirada de inteligencia con Kavrakos y ambos sonrieron al ver mi expresión, que imagino debe haber sido de absoluto horror. El maestro volteó el marco hacia mí y entonces pude ver el lienzo que hasta hacía un instante estaba oculto bajo el ‘bodegoncito’: una exquisita naturaleza muerta con naranjas y azahares de Villasana. ‘¡Bravo, Pertusi! Es una maravilla. Si algo hay que reconocerle a Ruger Zaladof es que tiene tan buen ojo para la basura como para lo sublime, aunque el blanco de los ojos y la línea de sus párpados sean de tan pobre factura que le quitan todo el chiste a la detección’”. Juan Robles, “Kavrakos detective”, intervención en la cena de homenaje al maestro Fotis Kavrakos, México D. F., 1971.
“Honorable junta directiva, apreciables miembros. Me dirijo a ustedes para participarles mi decisión irrevocable de apartarme de este cuerpo colegiado que tanto me ha honrado al acogerme. Decir que esto obedece a razones de índole personal es decir poco en tiempos como los que corren, en que no puede uno alzar una copa o hurgarse la nariz sin realizar con ello un acto político. Mi inminente arresto, del que tengo noticia cierta, refuerza mi convicción de que poner distancia entre la Academia y mi persona es la única manera de evitarles una situación extremadamente embarazosa e incluso de peligro. No discutiré aquí los motivos de la persecución del Estado ni las aciagas consecuencias para mí, mi familia y mis amigos, entre los cuales cuento a todos ustedes. La tempestad que se cierne sobre nuestra nación es ya tan evidente que no precisa de mis pobres habilidades de pronosticador. Los instaría a huir mientras hay tiempo, a salvar cuanto sea posible de nuestra institución, que no es sino la materia añeja de un sueño de patria libre y justa, pero sé muy bien a qué varones me dirijo. Los hay que gravitamos inevitablemente hacia el esfuerzo común que enaltece e ilustra, así como los hay que no pueden sino medrar en feroz jauría, cebándose en el inerme. Estoy cierto de que hemos de continuar la lucha en distintos frentes, con viejos y nuevos aliados, con mejor o peor fortuna, según atinemos a conducirnos. Desecho la ilusión de volver a verlos, pero refrendo aquí la mucha honra que me han hecho con su liberal camaradería. Los abrazo mientras renuncio al nombramiento, que no al espíritu de nuestra cofradía. Hasta siempre”. Tarcisio Matarromera, “Carta de renuncia a la Academia”, en Documentos de la revolución del 26, Editorial Antorcha Americana, Quito, 1967.
“Yo me acuerdo siempre de ella bien pecosa y pelirroja, con sus pantalones de mezclilla acampanados, sus lentes de pasta blanca y su cola de caballo, con sus cuadernos de cuadrícula, de tamaño profesional con espiral, llenos de anotaciones de las reuniones del colectivo. Muy generosa con todos, de una paciencia ejemplar; los compas de la Balbuena, los de Arte Marcial, le hacían burla y le decían Santa Teresita, pero en el fondo seguro la envidiaban porque sacaba lo mejor de la gente, mientras que ellos se desesperaban si los demás no sintonizaban con sus rollos. Yo creo que Teresa no podía siquiera imaginar ese desprecio por la ‘necedad’ del pueblo, que muchos apenas disimulaban y que no era más que su frustración de artistitas metidos a redentores. Lo de ella era otra cosa, un compromiso muy fuerte, de toda su persona: una moral, una política, una estética. En ella todo era sustancia y raíz. Decía que no se le daba teorizar, pero su práctica luminosa sigue produciendo signos subversivos hoy, a veinte años de su desaparición en San Salvador. ‘Aprender enseñando y enseñarse a aprender’; ‘ser tronco y rama y hoja’; ‘producir saberes y sentires para ir probando la libertad’, son algunas de las consignas que supo formular con precisión para ir figurando el trabajo colectivo, crítico, disciplinado y genuinamente liberador que urge tanto como duele su ausencia. Pero como decía Teresa mientras aplaudía para apremiarnos: ‘no te me caigas, mano. ¡Píntale más!’. No hay de otra. Las siguientes páginas aspiran a extraer algunas de sus lecciones”. Enrique Gálvez, “Teresa entre nosotros”, en Arte colectivo en Latinoamérica, 1966-1994, Louisa Mae Donaldson, ed., Wichita State University, 2001.
“Pues sí, eso estuvo muy gacho. Me dio pena por el maestro y por los muchachos que lo estuvieron ayudando. Trabajaban sin parar, y todos bien amables. Al que se acercara le platicaban un poco lo que estaban pintando y cómo le hacían. Me acuerdo que como a los seis meses de que lo destruyeron, unas señoras todavía anduvieron preguntando por el mural. A mí sí me gustaba, a mis compañeras también. Yo no supe de nadie que se quejara, digo, de los que trabajamos aquí o de los que vienen seguido a hacer sus trámites y eso. A todos nos gustaba, a unos más, a otros menos, ¿no? No se puede dar gusto a todo el mundo. Lo que pasó fue que cuando entró el nuevo director pues ya lo habían aprobado y él no tuvo para dónde hacerse. Si por él hubiera sido, desde el primer día habría parado la obra para que se lo pintaran a su gusto muy particular. Y eso fue lo que acabó haciendo: después de que lo mandó tirar todo —porque dizque era muy vulgar y la gente se quejaba y no sé qué—, le encargó a otro pintor amigo suyo que le hiciera uno con puras figuritas, puras rayas y cuadritos y triangulitos. Que es el que todavía se puede ver. Bien feo, la verdad. Ora sí que será muy mi opinión, pero sí les quedó muy de al tiro gacho. En cambio el otro sí que estaba hermoso. Es que la verdad a mí me gusta más que cuenten algo, o ya de perdis que pinten gente, ¿no? No que aquí sí se pasaron: puras rayas, le digo, como tarea de mijo que va en la secundaria. ¿Ya lo fueron a ver? Rayas y cuadritos. Como la tela de los sillones de la oficina del director. Y como sus corbatas. ¡Ándele, eso mero: como sus corbatas!”. Testimonio de Clara Benumea en el documental Como usted guste, licenciado: a 20 años de El Pocito, México, 1982.
“Coro:
Tendido en esa cama tiesa,
sobre una colcha raída
de flores verdes y azules
tan tímidas que apenas asoman
por debajo de la tosca laca de mugre acumulada durante meses.
En la mesilla, en una triste pila baja,
los seis marcos de la pensión
que el concejal le regatea sin falta.
Depredador de versos ajenos
y últimamente carroñero también
de los despojos de sus propias gacelas inermes
de yambos malformados,
se dispone a bucear en busca de una perla en el lodazal del sueño.
Kuno (barítono):
Créeme que mi vida se sostiene
Por el vago recuerdo de tristes días.
Acude a mi memoria: se abrirá una puerta
Y la luz en fuga descenderá sobre mí.
Coro:
La habitación se llena de ocres mortecinos.
Es el recogimiento de la luz,
la pleamar del día de dulces oleadas tibias.
Es el lento desdibujarse de la memoria,
la plástica reinvención de lo ambiguo y lo falseado.
Kuno (barítono):
¿Y cómo sale a la calle día tras día
aquel que sólo halla en el armario
el gabán de la tristeza?
¿A quién acude el que busca un recuerdo extraviado en un descuido,
si no atina a describirlo?
Nada.
Viento amordazado.
El encierro sólo trae consigo la fatigosa evocación del desencuentro.
Coro:
La puerta cerrada con aleve suavidad.
Un súbito tropel de palabras desciende sobre su mente atribulada.
Una música distante ordena la carga enfurecida.
Tinieblas.
De nada sirve maldecirse, ni asirse del áspero ramal de la memoria.
Y sin embargo es su melancólico sustento,
confeccionado con versos de ventisca y de remanso.
Kuno (barítono):
La rendición del ocaso ante la noche, créeme,
me recordó una respuesta a oscuras.
A la espera de que una puerta se abriera, repentina,
y la luz en fuga me envolviera.
Coro:
La obra del entendimiento disipa el agobio.
La terrible sensación de pérdida
y la impotencia ante un veredicto anónimo e inapelable
que lo condenaba a errar sin beneficio
por los eternos corredores de la memoria,
se disipan frente a la rotunda materialidad de la tinta y el papel.
Una puerta se abre, repentina, y un haz de luz en fuga lo envuelve otra vez”.
Otmar Neskens, El pensionado (1913), ópera en dos actos y un preludio con libreto del compositor a partir del relato de Rainer Werner Buchbinder, acto II, escena 6.
Escribe el primer comentario