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ESPECULARES – segunda serie

Posted on 8 marzo, 2016

Crítica ficción

Alfredo Gurza

Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.


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Juan O’Gorman, Historia de la aviación, 1937, mural en el antiguo Aeropuerto Nacional de la Ciudad de México, destruido por acuerdo de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, archivo fotográfico Cenidiap/INBA.

“¡Gazam, Arbeh, Jelek, Chasel! ¡Gazam, Arbeh, Jelek, Chasel! Es el clamor lastimero de las tribus del valle arrasado, palabras escupidas con rabia, arrojadas como amasijo de sangre y saliva y pedazos de dientes y arena por aquella multitud que repta sobre los lechos secos de los ríos, los plantíos carcomidos hasta la raíz, las landas calcinadas, bramando como una sola bestia inmensa. Sobre sus cabezas, el cielo ennegrecido por la densa nube de alimañas que ahora se ceba en la carne de los vencidos, más cubiertos de llagas y costras purulentas que de harapos. Sapos y culebras, gusanos y escorpiones, dotados de pronto de alas por un pérfido designio de invadir hasta el último rincón de la tierra, aunque en ello les vaya su propia existencia: esa voracidad ciega, esa ansia mandibular, es su conatus, y en él yace también su perdición. ¡Gazam, Arbeh, Jelek, Chasel! Lo que no devora uno, lo engulle el que le sigue y un tercero y un cuarto no tardan en tragarse a éstos a su vez. Las gentes del valle lloran ahora la insania de los primeros días, cuando creyeron poder avenirse con la hecatombe, confiando en dos trágicos infundios: lo inmarcesible de sus propias fuerzas y lo inexhaurible de la tierra y sus riquezas. Demasiado tarde advierten el destino ineluctable que germina en la semilla apartada para la reproducción ampliada de la ponzoña”. Joel Yaichal, Memorial de la devastación, Dakar, 2011.


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Respuesta de Bertrand Russell a la carta de Diego Rivera para la suspensión de pruebas atómicas. Penrhyndeudraeth, Gales, 9 de julio de 1957. Fondo Diego Rivera, Cenidiap /INBA.

“¡Ay de ti, Sir Gaernarfon!
¡Ay de ti y de Penrhyndeudraeth!
De su brisa y de su bruma,
De tu brío y tu pundonor
Hoy no resta sino miasma y abyección.
En pos de dragones partiste,
Temerario e infantil,
Guiado por consejas ancestrales
Que prohijaban tu perdición.
¡Ay de ti, Sir Gaernarfon!
¡Ay de ti y de Penrhyndeudraeth!
Tu renombre de porfiado
Ocultaba la maldición,
La condena de afanarte
En enamorar tu destrucción.
Hurta el caldero mágico,
Decían,
Destruye la piedra de fuego;
Arroja al mar
Hasta la última gota de sangre maculada,
Y destrabarás así la rueda del tiempo,
Y devolverás así la medida
A las cosas y los hombres.
Gallardo jugaste todo a la palabra
Que te guiaba y que te hacía.
No aprendiste, nunca viste,
Que el disloque está en el arte
Y no en los artilugios;
Que los muda y los disfraza
En razón de su maldad.
Muerto volviste en tu corcel,
La cabeza del dragón
Chorreando hiel
Entre la cota y el broquel.
Presa horrenda, trofeo inútil
Comprado a tasa de alucinación.
¿Hallarás consuelo en no saber,
En no vivir ya para mirar
El mismo mal renegrecido
Que se burla y que campea?
¡Ay de ti, Sir Gaernarfon!
¡Ay de ti y de Penrhyndeudraeth!”
Alun Ogledd, Cantigas de Caernarfonshire, siglo XII. Versión modernizada.

 


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Hermanos Mayo, Diego Rivera con obreros frente al mural Pesadilla de guerra, sueño de paz, 1952, archivo fotográfico Cenidiap /INBA.

“Promiscuando con provecho, esta recusación de los dispositivos que merman y fragmentan las potencias humanas incorpora recursos que van desde el más fogoso anti racionalismo romántico hasta el refinado argumento de la indispensabilidad de los impossibilia, los objetos imposibles, vedados por la lógica del discurso dominante, pero indispensables para darse a la tarea de pensar la ontología del comunismo, de la multiplicidad de rupturas y de avistamientos del círculo cuadrado, del móvil perpetuo, del olmo que da peras, de las relaciones sociales liberadoras, de los seres humanos plenos. Compañeros productores todos, con dominio creativo de sus medios, sus procesos y sus saberes en el proceso histórico sin fin. Ya no los cien mil extras, ni los anónimos representados, ni los pasivos a redimir por el héroe, ni la masa invisible que sólo se intuye a través de sus productos, que sólo ha figurado hasta ahora en las artes plásticas, el cine, el teatro y la literatura —salvo contadas excepciones— como premisa necesaria deducida de la presencia en las obras de útiles, materiales, máquinas, insumos, modos de producir, de circular y de consumir. Índice de lo otro intuido y deseado, del ‘como si fuese’ del libre juego de las facultades, la utopía se alza contra la indigna tolerancia a la necesidad del dolor, contra la cotidiana rendición. Es la revolución por la vida, por la permanencia de la dicha”. Esther Lucena, De los Otros al Nosotros. Pragmáticas instituyentes, Puebla, 2013.


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Nombramiento oficial de Francisco Goitia como dibujante de la Dirección de Antropología, México D. F., 1 de noviembre de 1920, Fondo Francisco Goitia, Cenidiap /INBA.

“Una vez admitida en el servicio, la pasajera sensación de alivio cedió el sitio a una imprecisa irritación, tan inesperada como insidiosa. Miraba el nombramiento una y otra vez, ya sin leerlo, como queriendo conjurar un revulsivo contra la angustiosa sospecha de que el haberlo obtenido, después de tantos ires y venires, de tantas antesalas e insistencias, no representaba la conclusión de una etapa de tanteos y de incipientes definiciones, ni el comienzo de otra mejor, mayor, más intensa y decisiva. Ni cerrojazo ni banderazo: un seguir así como hasta ahora y a ver qué pasa, viviendo al arbitrio del presupuesto y al capricho de la covachuela. En vez de disipar la incertidumbre, la odiosa precariedad de mi nueva situación la reforzaba, con el agravante del compromiso adquirido con el nuevo cargo, que parecía obligarme a posponer sin data el momento de la genuina determinación de mi destino. Proyectar calzadas, ciudadelas y templos, imaginar sus esplendores a partir de lo poco que la jungla no ha devorado todavía, revelar de entre aquel tropel vegetal un asomo inusitado de humanidad, cual conmovedor pentimento en la avasallante obra del tiempo. Esa era la encomienda. Tenía cierto encanto de aventura y de sueño juvenil, pero algo me impedía abandonarme del todo sin recelar que al hacerse realidad del día a día habría de imponerse en mi ánimo el fastidio de lo inútil-rutinario. Y de pronto, ya en camino, arrullada por el tren que se iba zambullendo en la espesura, tuve la sensación de que mi vida anterior se desprendía de mi piel. Por fin llegaba la hora de la siembra. Los años de barbecho habían terminado”. Inés Fernández Quiroz, Consilium abeundi…, México, D. F., 1942.


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Tarjeta de navidad y año nuevo de Nelson A. Rockefeller con nota manuscrita de Gabriel Fernández Ledesma, s/f, Fondo Gabriel Fernández Ledesma, Cenidiap /INBA.

“Virgil Marsden era otro de los habituales de los jueves en la fonda de Carmine. A sus 82 años, cuado yo lo conocí, se conservaba bien de mente y cuerpo y era fácil reconocer en él al joven espigado, de gafas redondas, sombrero de carrete y bigotito trazado como con lápiz que sonreía en una de las fotos que colgaban de la pared del fondo, a un lado del servicio. Tampoco costaba mucho trabajo echarlo a andar con el anecdotario de su singular carrera ‘a la sombra de la sombra de la sombra’ de Nelson A. Rockefeller, como no dejaba de apuntar cada vez que se disponía a destrenzar la memoria. Para Virgil, el casi perenne gobernador de Nueva York —‘con quien jamás crucé una palabra, ni compartí un radio de menos de 5 millas’— era siempre ‘Nelson A. Rockefeller’, no omitía nunca la ‘A’ de ‘Aldrich’ . Un contacto del vecindario lo había introducido a los 19 años a la maquinaria tentacular del multimillonario, y aquella disponibilidad sin ambiciones que era tan suya le había permitido hacerse útil en una casi inverosímil variedad de tareas a lo largo de 50 años. La mesa se llenaba de cervezas y emparedados y la charla amainaba mientras dábamos cuenta del festín; era entonces cuando Virgil, quien invariablemente tomaba sólo un bourbon y cuatro huevos endiablados, nos hacía el relato de alguna de sus aventuras. Lo que me llamaba la atención aun entonces era precisamente que no estaba ni cerca de ser el protagonista: era un oidor accidental, un engrane diminuto, pero no por ello desprevenido de la colosal magnitud del dispositivo y sus efectos. Así nos contó de las peripecias del mural de Rivera para el Rockefeller Center: el patrón quería comisionarlo a Picasso o Matisse, pero como éstos declinaron, se lo encargó al comunista mexicano porque ‘a la madre de Nelson A. le fascinaba el exotismo de Rivera’; incluir a Lenin en el mural fue una oportunidad demasiado suculenta como para que los enemigos políticos del plutócrata la dejaran pasar y a Virgil se le ordenó armar un álbum de recortes de prensa acerca del escándalo (desde las primeras notas que denunciaban el ‘cripto-comunismo’ del magnate petrolero hasta las aparecidas tras la destrucción de la obra, en las que los liberales lo exhibían como ‘oscurantista feudal-fascista’) en un despacho en la calle 116 destinado nominalmente a producir informes sobre los jardines públicos de Manhattan. Virgil componía también en ese tiempo listas de artistas e intelectuales de varios continentes, en las que incluía una nota curricular, alguna evaluación de sus trabajos publicada en medios locales o internacionales, direcciones y datos familiares, para que en otro despacho se ocuparan de elegir a aquellos dignos de recibir una tarjeta de parabienes por las Navidades y el Año Nuevo. En otras ocasiones nos habló, con la misma discreción respecto de su rol personal combinada con una asombrosa abundancia de detalles, de asuntos de grave trascendencia política y financiera, que curiosamente ganaban en dramatismo vistos así, al menudeo, desde su óptica de oficinista de poca monta. Recuerdo especialmente cómo nos hizo reír con su compendio de lo que le tocó vivir de muy lejos en el año de 1953: el golpe contra Mossadegh en Irán, un parteaguas geopolítico en la guerra fría y fuente de fortunas de cuento de hadas para la Standard Oil y el Chase Manhattan del buen Aldrich, quien celebró a su muy peculiar manera adquiriendo Monte Sacro, la vieja hacienda de Simón Bolívar en Venezuela —7 mil hectáreas para las vacaciones familiares— y alistando su Museo de Arte Primitivo para exhibir la inmensa colección que años después donó al Museo Metropolitano. A Virgil le tocó ordenar en cajas de cartón algunos estimados de la producción petrolera iraní, unos mapas de Carabobo y montones de cédulas preparadas por un ejército de expertos en las artes de los aborígenes de África, Asia y las Américas. La última vez que vi a Virgil, muy poco antes de la oclusión intestinal que nos lo arrebató, se aclaró la garganta como solía hacerlo antes de embarcarse en una historia, y dijo: ‘Lo que sí es muy gracioso, y me parece que no les he contado, es cómo transcribí para los archivos el currículum de un profesor a quien meses después Nelson A. Rockefeller habría de desatar sobre un mundo desprevenido. Lo que pasó con Kissinger fue esto…’. No pudo continuar el relato, lamentablemente. Prometía”. Robert D. Castrovince, Es mejor servida fría, Nueva York, 1993.


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Recibo de pago de contribución de Diego Rivera al Partido Comunista Mexicano, México D. F., 3 de septiembre de 1952, Fondo Diego Rivera, Cenidiap/INBA.

“De modo que esto es cuestión de lucha larga y afanosa. No cabe aquí la morosidad de quienes esperan la crisis catastrófica que zanje las cuestiones de un sopetón, ni la indiferencia de los descomprometidos que se ajustan al ‘estado de cosas’ imperante y prefieren apartarse de la tarea común, hacerse de la vista gorda, no darse por aludidos cuando campea el horror y abstenerse de la praxis, es decir, de la esforzada transformación del mundo. No se trata de aguardar con elegante desapego la revelación dramática en el último acto de la tragedia, que lo aclare todo y dé orden y sentido al reino del desconcierto, al imperio del caos. Lenin advirtió la futilidad de querer ‘resolver todo por exorcismos’, y no es casual que Engels haya ironizado acerca de quienes cifran sus esperanzas en ‘el hada maravillosa del amor’ y en ‘el arte de birlibirloque de la violencia’. No es magia.
Los significantes decaen, se erosionan y vacían. El terrorismo ideológico recurre a la táctica de aturdir y pasmar a modo de impedir el pensamiento, machacando palabras para arrojarlas al cesto del desprestigio y enclaustrar el sentido en el dispositivo. Palabras como ‘lucha de clases’, ‘revolución’, ‘dictadura del proletariado’, ‘pueblo’, ‘vanguardia’, ‘dialéctica’, ‘materialismo histórico’, son dejadas de lado por obsoletas. El proceso de subsunción a la ley del valor mundializada las reduce al lumpenaje cognoscitivo. El arbitrario decreto de su obsolescencia oculta deliberadamente el hecho de que al renunciar a ellas se renuncia también a la toma de posición que implican y a la tendencia que orientan. Pero esto no lo ven esos exquisitos con sus melindres de siempre. Si tienen escrúpulo de aportar apoyo material, ¿cómo esperar un mayor nivel de compromiso? No, ellos quieren que el partido sea una amena convivencia de almas bellas y corazones afines, sin rozones ni antipatías. Por ahí no va.” Hermano Bernabé, “Una vez más acerca de la palabrería pequeñoburguesa y los principios de nuestra organización”, ¡Combate!, boletín insurgente para los revolucionarios del mañana, ciclostil sin lugar ni fecha de publicación.

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