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ESPECULARES – duodécima serie

Posted on 16 agosto, 2016

Crítica ficción
 
 
Alfredo Gurza
 
 
Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo, que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.
 
 

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Autor sin identificar, Diego Rivera a los cuatro años de edad, Guanajuato, 4 de agosto de 1890, Fondo Frida Kahlo, Cenidiap/INBA.

“Siendo yo muy chico nos mudamos a la capital, pero mi padre se las ingeniaba para enviarnos al pueblo, a casa del abuelo, cada quince días. A veces él nos acompañaba, pero más bien íbamos nada más Lupita, Chelo y yo. Yo creo que esto debió ser entre mis cinco y mis nueve años. Luego murió el abuelo, vendieron la casa y casi nunca volvimos por allá. Recuerdo mucho los cariños de la tía Angelina, el aroma de agua de colonia que la envolvía y sus manos largas y nudosas. No fue sino muchos años después que supe que en realidad no era mi tía, sino la mujer del abuelo, endulzadora de su viudez para amargura de sus cuñadas Lola y Teresita (mis tías genuinas), a quienes evoco siempre como aquellas escobas de vara que antes había en todas las casas: larguiruchas, secas y rasposas. Todo esto viene a cuento porque digo yo que fue precisamente Angelina la que me enganchó con la pintura, porque cada que íbamos me tenía preparada la sorpresa (que desde luego cada vez lo era menos, sin que por ello menguara mi gozo) de una veintena de cajetillas de cerillos que en el reverso lucían excelentes reproducciones de pinturas europeas clásicas. Me las obsequiaba en unas latas rectangulares que ella misma forraba de terciopelo, no sé por qué. Tampoco sé de dónde sacaba las latas. Me iba yo a echar en la banca bajo la higuera, al fondo del jardín enorme, y pasaba horas examinando mi colección mientras engullía sin miramientos un platazo de huevos con torreznos, un manjar al que allá en el pueblo llamaban “merced de Dios” y que no he podido reproducir nunca a cabalidad. Algún ingrediente secreto debe haber empleado Fortunata, la hechicera del fogón. O quizá lo irreproducible no sea tanto su sazón como el candor de mi paladar de entonces. El caso es que aquello me sabía a gloria, debidamente acompañado por una jarra de chufa bien fría y bien espesa. Otro de los deleites de mi jardín de niño. Así fue como los prodigios de la mirada y de la mesa se fundieron para mí en una sola experiencia de vida sabrosa y plena, que desde entonces —o al menos así me lo parece ahora que usted me lo pregunta—, no he hecho sino intentar reproducir ampliadamente, como le digo, con variados resultados”.
 
Gilda Henares, Embocar las vocaciones: Testimonios autobiográficos de diez creadores de nuestro tiempo, cap. VII: Chucho Chavarín, Universidad del Emprendedor, Puebla, 1977.
 
 


 
 
Especulares11_02

Autor sin identificar, hombre sin identificar, Diego Rivera y Pablo O’Higgins en la Secretaría de Educación Pública, Ciudad de México, ca. 1926, Archivo Fotográfico Cenidiap/INBA.

“Ahí andábamos brigadeando por toda esa zona, desde el Rastro y la Felipe Ángeles hasta la Santa María, pasando por la Michoacana y Peralvillo pero, eso sí, sin bajar a la Morelos. Cada grupo le pedaleaba en su territorio nada más. Nos habíamos repartido los cuadrantes, pero como éramos poquitos pues nos tocaban trechos bien largos. La idea era no quedarnos en el puro contacto con la gente en la fábrica o el taller, sino de veras trabajarle para lograr encontrarnos con los compas en sus barrios y en sus casas, en su entorno familiar, que viene siendo la última línea de desesperada defensa contra la barbarie del capital, al mismo tiempo que la primera línea de recambio de los garantes del propio sometimiento. Esta feroz contradicción nos pareció fundamental desde un principio, y la experiencia confirmó su potencial subversivo. Curiosamente, quien lo planteó entre nosotros fue Jimmy Tutone, un compañero gringo que supo ver estas cuestiones mucho mejor que nosotros los defeños. Le apasionaba la ciudad y la conocía al dedillo. Era de veras un placer andar con él por cualquier rumbo. De cada rincón se sabía alguna anécdota fantástica. A pesar de ser pintor, y de los buenos, fue también el primero en exigir que el trabajo callejero incluyera a músicos, bailarines, poetas y teatreros; todo junto, en colectivo, y todo a la orden de los vecinos en tránsito de organización. Había que mostrar lo común, lo que nos liga, en la precariedad, el dolor y la rabia, pero también en los pequeños triunfos y los placeres cotidianos. Para eso estaban las artes, para devolvernos lo común a todos en nuestros sentimientos, nuestros afectos, nuestros pesares y nuestros gozos. Una de nuestras consignas la tomamos de una frase de Silvestre Revueltas, y eso también gracias la erudición del Jimmy: ‘¡Aprender del Pueblo-Lección para construir al sujeto revolucionario!’. Hoy suena un tanto rimbombante, pero creo que no ha perdido actualidad. A nosotros nos sirvió para no andarle haciendo al redentor, y en cambio meterle a la obra con humildad, con una línea simple y clara y con un compromiso de veras honesto. Dicen que se aprende más de las derrotas que de las victorias, así que nosotros ya hemos de ser casi como los Súper Sabios. Habrá que historiar todo esto, para que siga sirviendo. Este librito es mi contribución a ese esfuerzo”.
 
Tomás Linares, Trotamundos de barriada, Pata de Perro Ediciones, Azcapotzalco, 1999.
 
 


 
 
Especulares11_03

Autor sin identificar, Frida Kahlo y Diego Rivera el día de su boda, Ciudad de México, 21 de agosto de 1929, Archivo Fotográfico Cenidiap/INBA.

“A la materia dispuesta le adviene la forma

En su justo tiempo y orden.

Moldeado por tu feroz amor político,

Anímico-carnal,

Intenso,

De camaradas

Que se besan y se soban

Y se enaltecen sin reposo,

Me cumplo en lo que había de ser

Sin que jamás fuese prescrito.

Lo recio y lo frágil

Se intercambian entre nosotros

Por mediación indispensable

De lo vivido manifiesto,

Inextinguible,

Inclaudicable.

Un tegumento vascular

Que nos figura dando fe.

Has sido siempre

La marea

Que revela en sus andares

La magia del vocativo

Que dinamita al sustantivo.

Las horas idas

Tratando de pegar los pedazos

Del ídolo estrellado

Nos han dejado una colección de grotesquerías

Y la lección inapreciable

De la desproporción de los efectos

Respecto de sus causas inmediatas.

Naturalizando lo eventual

Con abandono tropical,

Abrimos brecha

A las probabilidades emergentes

En la conjura secreta de lo real y lo posible.

En fin, que ya está claro,

Es más, lo decidí,

Que no vivo si es sintigo,

Y no soy sino con ti”.
 
Alberto Viveros, Conjugados empíricos”, Revista Ni-Ni de poesía, Cuernavaca, 2004.
 
 


 
 
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Juan Guzmán, Diego Rivera pinta el retrato de su hija Ruth en el estudio de Altavista, Ciudad de México, ca. 1949, Archivo Fotográfico Cenidiap/INBA.

“—¡Válgame, Boris Borisovich! No me diga usted que no tiene a sus hijas —y digo ‘tiene’ muy adrede—a manera de pendentif, para colgar sus efigies del cuello de buey de su ego, como un pequeño dios que se ufana de haberlas creado ex nihilo a su soberbia imagen y semejanza.

—Me juzga usted con demasiada severidad, Antonina Ulianova. Si de algo me siento orgulloso es de haberles permitido desplegar toda la riqueza de su singularidad irrepetible…

—Dice bien ‘haberles permitido’, pues se imagina munífico demiurgo. Y en cuanto a ese despliegue, sabe bien que sólo vale dentro de los confines muy precisos que proyecta sobre sus vidas el concepto que de sí mismo se hace usted. ¿Té?

—Con dos terrones, si me hace usted favor. Qué amable. No sé ya si habrá usted de creerme, pero le digo sinceramente que tengo para mí que la paternidad no está en acto en mi deseo de perpetuarme, sino en potencia revelada a través de la exquisita unicidad de las esencias de mis hijas. Para decirlo con la expresión que usted empleó, ellas son mis demiurgas y no al revés.

—¿No será más bien como el mujik que le robaba la leche a la osa Pavlyuchenkova? (N. del T. La autora alude aquí a una antigua conseja rusa cuya significación me elude lamentablemente.)

—¡Ja, ja, ja, Antonina Ulianova! ¡A usted no se le puede jalar de las narices como a la mujer del herrero! (N. del T. Ditto.) Ahora mismo que le muestro los retratos más recientes que he pintado de mis niñas, siento que al crearlos injiero en la vida para resarcir algo cuyo concepto se me escapa…

—Hay que decir que son magníficos. Tatiana, Vasilisa y María aparecen en los lienzos como bañadas de un amor tan intenso que resulta sobrecogedor. Parecen habitar un mundo de cuento de hadas, pero con toda la fuerza de una pasión de carne y hueso. Son extraordinarios.

—Sí, lo expresa usted muy bien. Son mi creación mejor lograda. (Contempla absorto los cuadros) ¡Y es que son tan como yo…!

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡No tiene usted remedio, Boris Borisovich!”.
 
Iulia Ignatieva Schedrina, Padres e hijas, tragicomedia en cinco actos, Moscú, 1981.
 
 


 
 
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Juan Guzmán, Diego Rivera, Dolores del Río, Marian Anderson, Betty Ross y María Elena Anderson, Ciudad de México, s/f, Archivo Fotográfico Cenidiap/INBA.

“Varón de féminas: Por crianza y vocación, acostumbrado desde siempre a su presencia, a rodearse de ellas para todo fin práctico e impráctico; proclive a los deleites de lo muelle y de lo bello, ávido perseguidor del amor y sus rigores, tanto como de las dulzuras del desvelo maternal. Virilidad de suyo desencajada que sólo halla trabazón en concierto con las damas, ya en los arrumacos de los albores, ya en el dulce acompañarse en el ocaso de llovizna, infusiones y damascos. No ha de confundirse con Don Juan, que representa un carácter muy distinto, más limitado y vuelto sobre sí mismo (vide supra). Ellas lo procuran y propician, lo consienten y disculpan, lo tutelan y festejan, de suerte que el intríngulis de su ser así y no de otro modo no se suelve sino al cabo de la conversa con las mil caras de Eva, que extremándolo en su género es su esencia y es su vida”.
 
Rutila López Cueto, Lotería de caracteres con admonición y explicaciones, Torreón, Impresores del Portal Viejo, 1886.
 
 


 
 
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Juan Guzmán, Dolores Olmedo acompaña a Diego Rivera y Emma Hurtado en el día de su boda, Ciudad de México, 29 de julio de 1955, Archivo Fotográfico Cenidiap/INBA.

“El capitán llegaba a término —sabe Dios si a buen puerto también— luego de una prolongada travesía de días indistintos, tumbado a la bartola en la silla de lona verde, domesticado el cuerpo casi al grado de la inmovilidad inoperante, contemplando la lidia del sol y el mar desde la terraza de la casa que Illanes le había ofrecido para su retiro cinco años atrás. Ponderaba a sorbos de ron especiado sus ires y venires por el archipiélago, el afanoso ascenso en la jerarquía, las desventuras antes que los modestos logros y los dos o tres naufragios que llagaron su reputación. No se hastiaba de rememorar, quizá porque lo hacía sin ejercitar en ello pasión alguna, casi sin proponérselo, como se oye al agua lamer la madera día y noche. Se extinguía complacido, sabedor de la rara suerte de tener por saldo la justa medida de dichas y tristezas; o si no justa, por lo menos avenible. El fragor de las controversias por su estilo impulsivo, temerario y provocador, por sus bandazos de timonel (si arbitrarios o con secreta intención nunca se supo), por su maña para embustir con desafuero hasta hacer de sus patrañas causa probada, era ya tan sólo un eco casi inaudible; la deriva de las cosas las privaba de los contornos del afecto, arrojándolas al remolino de lo remoto en el disloque general de la memoria. Había sonreído la tarde en que constató que ya no sentía el insidioso malestar que aflige a cuantos piensan, que es el de recelar siempre de la solidez de las certezas por la sospecha de que si una idea vale algo es sólo porque no ha hallado ocasión de defraudarnos todavía. La puesta de sol, el ron y los boleros que canturreaba con mucho sentimiento le habrían bastado para el resto de sus días. No podía imaginar que Illanes y Silvana estaban a punto de aparecer en la terraza para ponerlo todo alevosamente de cabeza una vez más”.
 
Amelia Santiesteban, El tatuaje de la Corsaria Roja, Villahermosa, 1951.
 
 
 
 

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