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ESPECULARES – tercera serie

Posted on 29 marzo, 2016

Crítica ficción

Alfredo Gurza

Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo, que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.

 


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Nota de Frida Kahlo a Diego Rivera, sin fecha, Fondo Frida Kahlo, Cenidiap/INBA.

“Y henos aquí, con la mano en la perilla, luego de dos meses de larga travesía del sillón a la puerta, surcando las aguas procelosas de la alfombra. Nuestras dichas diminutas asoman ya por todos los rincones, titubeantes primero, resueltas después, una vez desechado el temor al tiempo y sus devastaciones. Todo se perdió y ha renacido. Lo inadvertido apenas hace un minuto es ahora nuevo en sentido e intención. Las dos tazas amarillas, las cucharillas de plata, la mesa baja de madera negra, el escurridor y la jerga, las toallas descoloridas, el florero con el nardo y los malvones, el jabón lila y el rastrillo: la palpable anticipación nerviosa de las cosas que apenas logran contenerse en el instante de su amorosa transfiguración. Y entonces abrimos la puerta y cruzamos el umbral”. Ella Jules, Vida de mi vida, París, 2011.


 

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Lista de amigos del maestro Goitia, sin fecha, Fondo Francisco Goitia, Cenidiap/INBA.

“En el caso del doctor Falfán, la glazomanía era un hábito enraizado desde la primera adolescencia. Llenaba cuadernos con las listas de sus preferencias: películas, actores y directores (por género y década); óperas y sinfonías (por periodo, compositor, trama y grabación); posibles profesiones a futuro; amigos (los dignos, los indignos, los sujetos a prueba); libros (conforme a un casi interminable conjunto de criterios y permutaciones); títulos de canciones (por factor de idoneidad letra/música); las horas del día (en función de su coeficiente de tedio); jugadores de beisbol (según su WAR situacional, calculado mediante un complicado sistema ideado por el propio glazógrafo); golosinas, platillos y bebidas (en razón de una sutilísima gradación de estados de ánimo); y listas de las mejores listas, por supuesto, entre cientos de cosas más que constituían la irradiación más pura de su identidad imaginada.

Entonces como ahora, la disposición en la hoja, la caligrafía y la selección de colores no responde sólo al imperativo del orden contra el caos, sino que revela la tensa dinámica entre la inapelable compulsión y el placer de la creatividad performativa; la obligación figurada como libre juego que sitúa a esta patología dentro de la constelación de lo estético.

Al paso de los años, el ejercicio se tornó intensivo, vuelto sobre sí mismo, reducido a dos o tres temas trabajados de manera obsesiva, con el propósito nunca alcanzado —y probablemente inalcanzable— de lograr la lista perfecta, redonda, que reflejara sin distorsión alguna, sin sobrantes ni faltantes, la quintaesencia de Falfán.

Este proceso de elaboración curatorial de la propia persona, del personaje y la máscara, ese constante alambicar las determinaciones del gusto, ese desbrozar con laboriosa precisión las eras de su identidad, ese angustioso empeño de pulirse y de podarse, aparece aquí exasperado: desborda la página y prorrumpe en voces incontroladas; la glazografía deviene glazolalia patológica. Falfán piensa, escribe y habla en listas por siempre necesitadas de depuración”. Juan Miguel de Mués, “Glazomanía, taxonomía y ecología de la personalidad”, en Revista de Ecoterapia Post Humanista, núm. 4, vol. I, Ciudad de México, 2015.


 

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Audiograma realizado a Leopoldo Méndez, México, D. F., 21 de agosto de 1954, Fondo Leopoldo Méndez, Cenidiap/INBA.

“Este es mi sueño recurrente: en un gimnasio inmenso hay varios escritorios con sendas filas de hombres ataviados todos de manera idéntica: casaca azul con galones, pantalón de montar blanco y botas altas negras; en la mano izquierda sostienen unos guantes color marfil y en la derecha un sobre muy largo y ancho con su expediente personal. Yo estoy en una de las filas, me parece que la más larga de todas. Sentados en cada mesa están un coronel del cuerpo médico y dos enfermeros vestidos de punta en blanco. Llegado mi turno, doy un paso al frente, saludo al oficial y le entrego los papeles a uno de los asistentes. El médico me dice con hosquedad y sin mirarme a los ojos: ‘Soy el coronel Adolf Rinne de Gotinga y voy a realizarle la prueba de aptitud’. Enseguida me aplica un diapasón directamente sobre la apófisis mastoides derecha, emitiendo un sonido entre los 256 y los 1024 Hz. En el sueño sé que ese es el rango preciso y me parece lo más natural saberlo. Después separa el diapasón de mi cráneo, colocándolo a tres centímetros del canal auditivo externo, y lo hace vibrar una vez más. Hace unas anotaciones en su libreta, algo murmura mientras niega con la cabeza y procede a realizar la rutina ahora en el oído izquierdo. Voltea hacia uno de los enfermeros y sólo distingo la frase ‘brecha aire-hueso’, cuya significación me resulta misteriosa y francamente alarmante.

Luego de garabatear la hoja y farfullar algo incomprensible, coloca el diapasón sobre mi frente y me pregunta algo que no atino a descifrar. Inclino la cabeza para tratar de escucharlo y entonces exclama con gran satisfacción: ‘¡Ajá, lateraliza! Ipsilateral o contralateral, es imposible determinarlo por ahora. Pero de que hay pérdida sensorioneural, la hay, ¡sí, señor, vaya que sí! Enfermero, haga llamar a los coroneles Bing y Schwabach’. Y dirigiéndose a mí, proyectando la voz con excesivo volumen y con un tono injustificadamente teatral, añade: ‘Mis colegas querrán hacer más pruebas. En el fondo saben que la mía es irrefutable, pero le tienen natural afecto a las de su invención, por rudimentarias e innecesarias que sean. Usted sabe, Mirad con qué tamañas letras escribo de mi propia mano y demás. Lo importante es que he comprobado que no fingía usted hace un momento, cuando no escuchó las preguntas que le hice mientras lo examinaba. En verdad padece de hipoacusia. Y lo mejor es que de aquí en adelante su condición sólo puede agravarse, hasta que quede maravillosamente sordo como una tapia. A reserva de un par de trámites —meros formalismos— puede considerarse admitido en el servicio. Estoy seguro de que tendrá una carrera distinguida en nuestra Cancillería del Pueblo…’. Y en ese momento me despierto invariablemente, presa de una angustia que me oprime no tanto el pecho como las orejas”. Ramiro de Ganuza, Relatos angustiados, Aguascalientes, 2001.


 

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Antonio Peláez, Frida Kahlo en su exposición en la Galería de Arte Contemporáneo, México, D. F. abril de 1953, Fondo Frida Kahlo, Cenidiap/INBA.

“A aquella tertulia solían llamarla con sorna la corte de los milagros. Los acusaban de exhibir sus afecciones para granjearse simpatías, premios y encargos. Una vez obtenidos —decían sus denostadores—, su bajeza moral obraba el prodigio de devolver el andar al cojo, el porte erguido a la jorobada, la respiración briosa al canceroso, la vista al ciego, los arrestos al impotente. ‘Que de pronto fueran dotados de talento esos mediocres sí que sería un milagro’, añadían por lo bajo las viperinas. Las habladurías malintencionadas en el parián, la lonja y la alameda expresaban la mezquindad de quienes por envidia y mala leche estaban literalmente incapacitados para deslumbrarse con la belleza diamantina de las obras de aquel grupo de artistas, ya no digamos para conmoverse con la terrible realidad de sus cuerpos torturados. Porque el dolor que los unía con lazo feroz, el suplicio cotidiano que los había hermanado para siempre hacía ya varios lustros, eran reales, ineludible e incontestablemente reales. El auténtico milagro —como lo atestiguamos los afortunados que asistimos al Salón de 1873 en la calle del Indio Triste— era la transfiguración del horror en luz en aquellos lienzos asombrosos”. Mariano Múzquiz, Cenáculos, clubes y salones artísticos de la República restaurada, Ciudad de México, 1902.


 

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Leopoldo Méndez, Dibujo de un hombre a caballo, México, D. F., 27 de noviembre de 1967, Fondo Leopoldo Méndez, Cenidiap/INBA.

“Y esa es justamente la problemática que acomete con admirable oportunidad y constancia el maestro Hernán López Ferrándiz en su monumental Iconografía y hermenéutica analógica, obra que juzgamos definitiva. Es decir, contra la bochornosa práctica —tan común en nuestras latitudes— de hacer pasar por crítica de arte los efluvios poetizantes de tutti quanti, endereza el maestro la laboriosa construcción de un objeto teórico y un dispositivo de elucidación. Que aquel ejercicio de cursilería, de bardos de provincias y bachilleres de tierra adentro, permanezca incuestionado es a todas luces imperdonable en pleno siglo XXI. Rapsodas de banqueta han monopolizado el discurso sobre las artes por demasiado tiempo; no hay becario culterano que no se sienta obligado a perpetrar la introducción a algún catálogo, la reseña de una exposición, para afianzarse en el fingimiento de que se es poeta. Basta ya, por Dios, decimos nosotros, y López acude a nuestro socorro.

En páginas minuciosamente argumentadas traza los contornos de esta aproximación prudencial a las obras, concebidas como procesos de significación sin fin, contradictorios, históricamente determinados. Sus ejemplos, en particular aquellos que lidian con bocetos de fina economía del trazo (los caballos y los gatos de Cristina Serrano, por ejemplo, los jinetes de Martinú, los fruteros de Herrasti) resultan reveladores. La parquedad plástica no constriñe de ningún modo la iluminación hermenéutica. Al frenesí subjetivista que hace malabares con los signos fragmentados, dislocados, muertos, por un pretendido ‘privilegio de la vista’ que pasmosamente no provoca risotadas entre el público, opone la ‘infinita paciencia caritativa’ del hermeneuta que desambigua sin perder nunca de vista la dialéctica de lo que se muestra y lo que se oculta, así como las tensiones entre la tradición, las relaciones de fuerza, la intencionalidad, el lugar de enunciación y la tendencia. Aquí se da un portazo en las narices de esa polisemia que no es sino ocasión para la verborrea arbitraria y la banalidad más ramplona y roma. Y si esto es cierto tratándose de bocetos, el capítulo que consagra a los videoastas representa un verdadero festín de la imaginación re-creativa…”. Aurelio Pons, Ensayos de crítica para exasperados, Sanlúcar de Barrameda, 2013.


 

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Recado de Diego Rivera a Dolores del Río, San Francisco, California, 12 de junio de 1940, Fondo Diego Rivera, Cenidiap/INBA.

“En el hotel se hospedaron todos los grandes de aquel tiempo. El libro de registro es una mina de oro para los curiosos y los especialistas. No sólo llegaban las grandes estrellas del cine y la radio, sino los magnates de los estudios, músicos, dramaturgos, pintores y varios aristócratas alejados de Europa por la guerra, amén de políticos, empresarios y demás hampones de primer rango. Desde luego que un artista debía haber establecido ya su fama y su fortuna antes de ser admitido en aquella cofradía informal; los noveles que se acercaban atraídos por el aroma de sexo, dinero y poder tenían que limitarse a engrosar la población flotante de validos que los exitosos congregan a su alrededor con sólo batir palmas. Los había dispuestos a cualquier vileza a cambio del privilegio de echar una mirada tras aquellas puertas, participar de alguna velada, vestir con elegancia rentada por una noche y embriagarse con la ilusión de ser uno de los privilegiados. Fruslerías, cierto, pero fruslerías por las que muchos no vacilaban en rendirlo todo. Después del verano, cuando el hotel quedaba prácticamente desierto hasta la siguiente temporada, me parecía percibir el eco de sus placeres mientras hacía mis recorridos. Era como un rumor inextinguible, una impresión imprecisa pero intensa, una suerte de mórbida nostalgia que me ronda y que me acucia con más fuerza conforme los tumbos del tiempo me alejan más y más de mi mocedad encandilada. Ya veo que es muy cierto lo que entonces se decía, que se podía firmar la salida del hotel en cualquier momento, pero en realidad uno nunca se marchaba”. Calvin Thigpen, Escuché la campana de la misión, San Francisco, 1978.

 

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