De la guerra. Y de cómo Fidias se volvió escultor: Breve relato de ficción histórica I
Posted on 14 octubre, 2024 by coordinv
Sol Álvarez Sánchez
Cenidiap/INBAL
Fidias y Pericles fueron dos caras de la misma moneda, fueron un Janos: ambos se creían dioses. Fidias trabajó para Pericles; pero en Atenas se decía que Pericles trabajaba para Fidias. Lo cierto es que el estrategó arconte de la polis dejó que el escultor hiciera su voluntad; le dio libertad total para realizar sus propuestas. También lo auxilió en todos los problemas legales que tuvo, incluso se jugó tanto prestigio como poder político personal para salvar a su artista.
“Fidias hijo de Cárnides, ateniense”, que es como firmaría sus obras, nació en 495 antes de nuestra era, y poco más o menos comenzó su labor de la siguiente manera. Fue en el tiempo de Leónidas y la batalla de Las Termópilas, durante el 480, cuando habiendo cumplido apenas 15 años, el joven, y su familia, y su barrio, y su ciudad entera enfilaron, todos juntos, hacia Salamina, debido a la ocupación de Atenas por los persas.
A su regreso de la isla, una vez en Atenas victoriosa, mas en ruinas y saqueada, y sí, con la Acrópolis incendiada, la Atenas negra, Fidias pensó en ser pintor y se puso en marcha, con el permiso del arconte de aquel entonces, Clístenes, para pintar un escudo sobre una pared. Por el estado en que los persas dejaron la ciudad, el arconte consideró la contratación, siendo el pago un poco de grano de trigo y de aceite de olivo, para mejorar las áreas dañadas: labor superficial y de una sola emisión, no había para más, el campo era la prioridad, ya que las terrazas de cultivos del Ática qué proveían a la polis habían sido, también, incendiadas.
Al pintar ese escudo sobre una pared flechada, tiznada por el humo y semi derruida algo le sucedió al joven. En un golpe de conciencia entendió que el arte sería la manera en la que él se enfrentaría al ahora enemigo común para todos los atenienses: los persas. Su escudo, de alguna manera lo condujo a acercarse al barrio de los artistas, donde encontraría su verdadera vocación: la escultura.
El pago por su pintura tardaba un día, tardaba otro día. Tardaba. Maltrecho su cuerpo, sin fuerza sus piernas, comenzó a caminar. No quería llegar a su casa paterna con las manos vacías, ver a su madre hambrienta; comenzó a caminar y llegó, sin saberlo, al taller de fundición de Critias y Menciones, quienes, mientras la sociedad se reorganizaba, pensaban cómo hacer su agrupación de tiranicidas. Al atreverse Fidias a cruzar la puerta de la fundición los encontró trabajando en torno a la escultura de un soldado hoplita del Ática.
—Por los ojos de Afrodita— dijo Fidias enfático, —que lo que miro desea al instante mi mano tocar.
Critias y Mesiones fueron artistas que se encontraban activos, trabajando justo antes de la llegada de los persas. Su taller, antes majestuoso, lleno de herramientas, de diversos cinceles y martillos, repleto de fierros, de bronces, de caballetes de todos los tamaños, hasta de 50 codos, era ahora, por donde quiera que se viese, una extensa gama de grises apilados sobre negros tonos de escombros. Sin embargo, había luz, luz que contrastaba con la oscuridad; era la luz del sol que entraba por un agujero en el techo, y a su mágico paso hacía visibles las diminutas partículas brillantes que se habían desprendido de ese radiante objeto blanco, sólido, brillante y enorme en el que trabajaban los escultores: un bloque rectangular de donde un hoplita ateniense de mármol aparecía en acción.
Seguía el joven sin decir palabra, parado, con su bolso de cuero colgando del hombro izquierdo, con los ojos bien abiertos, frente a Critias y Mesiones, y frente a la piedra ya mitad soldado, cuando salió de alguna parte, de entre los escombros, Diopentes, escultor también, como saltando los pasitos de un juego de infancia bien conocido por todos. De pronto, dio una ágil pirueta hacia atrás que lo colocó de espaldas, al momento en que Fidias soltó una carcajada, no a manera de burla, sino más bien de superlativa ironía, ya que él también era parte de esa situación, de esos grises que cubrían el aspecto de los cuatro, el aspecto del taller, y de las calles, y de la ciudad entera. Sintió Fidias, a la vez, la necesidad humana y la necesidad cubierta, realizada, la necesidad satisfecha de pertenencia ante el caos, ante el Dios griego del caos, ante la idea del saqueo a la ciudad sola, evacuada, vacía y, en apariencia, sin alma, ante la falta de sus hombres, mujeres, animales que apenas volvían después de haber sido evacuados a la isla de Salamina, desde donde alcanzaron a divisar a lo lejos, tras el estrecho brazo de mar de Las Termópilas, las llamas de la Acrópolis que, entera, ardió.
Fidias estaba atónito. Aunque llevaba ya algunos días de regreso en la polis, al igual que todos en Atenas, no acababa, a su corta edad, de procesar lo ocurrido. Su cuerpo, de pronto, no resistió y el joven simplemente se dejó caer de rodillas y comenzó a llorar, a llorar en verdad. Los tres escultores acudieron a él para levantarlo y reconfortarlo; Diopentes trajo de un mueblecito escondido, el cual había, agraciadamente, quedado intacto y sacó una garrafa y cuatro kylix pequeños en los que vertió un poderoso vino añejo, de fuerte sabor, del que todos, exhaustos, bebieron. Fidias tuvo una revelación: supo de golpe que no solo sería escultor, sino que, además, estaba en casa.
Estaban los cuatro tomando su vino cuando se escucharon gritos desde la calle: ¡Critio! ¡Mesiones! ¡Diopentes! ¡Salgan! ¡Traigo de nuestras piezas pedazos!
Anónimo, Efebo rubio, ca. 490-480 a. C., estilo postclásico, alto 25 cm, profundidad 22.8 cm.
En el acto se levantaron y muy aprisa salieron a la calle. Era Benor, escultor, asimismo, que sobre un carruaje casi deshecho hubo logrado de los escombros de un templo cercano sacar, con la ayuda de varios vecinos, la cabeza del Efebo rubio, de Diopentes y el cuerpo sin cabeza de una Atenea de su autoría, que no era más una coré, sino un contra posto, posición escultórica revolucionaria para su tiempo, ya que un pie se encontraba más adelante que el otro, simulando dar un paso.
Al salir los cuatro del taller se vieron a sí mismos reflejados en el grupo de vecinos que, a falta de animales para tirar el carruaje, ya que la mayoría de éstos se encontraban varados aún en Salamina, lo tiraron ellos mismos; se veían harapientos, hambrientos, hartos.
—Muchas gracias, hombres libres. Muchas gracias, vecinos de Atenas—, dijo Mesiones, dirigiéndose a ellos, apurando a sacar y repartirles algunas monedas, avergonzado ante aquel pago ridículo, pues les habría sabido mejor un poco de agua; pero ni eso había.
—Gracias, gracias— dijeron los hombres, esfumándose entre los escombros y paredes amancilladas, cual humo, cual fantasmas, quedando los ahora cinco, y solo los cinco, alrededor del carruaje, sin emitir sonido. Ahí se quedaron un rato, parados, con la mirada fija sobre las piezas. Caía la tarde. Se iba la luz del día, la luz del sombrío día en el que Fidias decidió ser escultor.
Je te salue, oh, Aphrodyte
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