ESPECULARES – vigésimotercera serie
Posted on 22 febrero, 2018 by cenidiap
Crítica ficción
Alfredo Gurza
Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo, que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.
“En estos cuatro grabados, el argumento escatológico de los Theologoumena In Limine Mortis es conducido a su inexorable conclusión: el efímero milagro de esta vida, la de la carne y la memoria, con sus gozos y sus lloros, sus sabores y saberes, se disuelve en la universal indiferencia del Espíritu que desbasta inclemente cuanto de riqueza humana se haya acumulado en cada particular. La Muerte es figurada primero como esquelético ujier apostado en la linde con comedimiento hipócrita; aparece después cual descomunal bocaza de lagarto fabuloso, un abismo sin fondo surcado de cuchillas, donde tres gruesas lenguas chorrean una pez viscosa y parecen serpentear a la espera del festín; los últimos dos grabados conforman una sola imagen, la de la infinita turba de almas indistintas, descascaradas, densamente aglomeradas en los círculos concéntricos del zigurat que se eleva hasta perderse de vista en el empíreo y cuyo zócalo execrable es el túmulo ingente de la especie, de tan magnífica factura que no sólo se mira putrefacto sino que resulta visiblemente hediondo: cascajo orgánico, detritus de humanidad, de belleza irrepetible y de finitud”.
Wiep Diejkema, Corrientes subterráneas en la Ilustración Holandesa, 1627-1706, Rotterdam, Editorial Buijs-Visser, 2014, p. 813.
“Decía Imelda que a falta de argumento había que salir al paso con pura fuerza bruta. Fuerza bruta plástica y verbal, se entiende. No vayan a creer. Si la hubieran visto… No la conocieron, ¿verdad? Era menudita ella, y buena, buena persona. Tímida hasta el exceso, pero eso sí, que no le pisaran los callos en estas cuestiones porque entonces si le salía lo Hulk, ¿no? Que no le vinieran con que le faltaba teoría, que andaba muy plana de ideas. Mil veces la oí decir que por mucho choro que te inventes, mediocre más mediocre da mediocre. Y es la verdad, ¿no? Y sí leía y sí estudiaba, pero no le latía nadita cuando alguien quería meter el rollo así como que a huevo. ‘Aguas con los que traen la Idea por delante, como exorcistas con su crucifijo’. Me hacía reír. Le admiraba yo mucho esa capacidad que tenía para reducir ora sí que toda una polémica, todo un debate, a una palabra, a una imagen. ‘Aquí está, este es el punto. No se hagan güeyes. Aquí se alinean y tan tán: se acomodan de aquí pallá o de aquí pacá. No hay más’. Sí, era muy suave trabajar con ella y con todos esos compañeros. Aunque también se los descontaba cuando se le hacía que ameritaban una buena desconocida. Una vez le dijo al maestro Záizar: ‘Su gran limitación es que usted es de esos que están más enamorados de las revoluciones pasadas que de las futuras”. N’hombre, le dio en la madre. Se quedó morado del coraje, pero no le supo contestar. Me da mucha emoción ver estas fotos. Una instantánea nos ayuda a sobrevivir porque nos devuelve los recuerdos y nos permite compartirlos. Es parte de esa soldadura del pasado y el presente que es la tradición… Uy, si me oyera Imelda hablar así me daría mis coscorrones por ser tan cursi chafa”.
Mariela López, entrevista para el documental El buril exquisito (2009). Enterada del título y del tono poetizante del filme, la artista retiró el consentimiento para el uso de su testimonio. Los productores aseveraron que ni con permiso lo habrían utilizado.
“Fuimos arrojados a este pedregal desolado sobre el cual flota amarillenta la miasma de lo extinto, y henos aquí ateridos por la gélida tristeza del recuerdo estéril que nos ciñe sin dar cabida al duelo. Aquí no hay más que iteraciones de la melancólica conciencia del despropósito que nos rige. Para dar cuenta del despojo, el azar resulta poco y la necesidad es un exceso. Irreversible es el olvido y eterna la injusticia. Te vas desvaneciendo, ya casi no siento tus manos sobre mis hombros. Te me mueres muchas veces, cada vez más hondo, cada vez más terminante. El nimbo mayestático que a tu primer deceso envolvió hasta el más fugaz indicio de tu presencia en mi memoria se confunde ahora, a cada muerte sucesiva, con la miasma. Me ahogo en este mar petrificado y poco a poco dejo de soñar con el oleaje”.
Alondra Santiesteban, Basalto. Elegía novelada, Guadalajara, Los Libros del Paradero, 1944.
“Sí, conocí muy bien a Ilich. Imagínese usted, fuimos condiscípulos durante siete años en el gimnasio de Simbirsk. Frecuentaba nuestra casa porque mi padre le abrió las puertas de su biblioteca. Cielos, era una biblioteca fabulosa. No había una semejante en toda la comarca. Podría asegurarse, al menos así me lo parece, que Ilich era más amigo de mi padre que de mí. Sí, pasaban largo rato hablando de geografía, de historia y de economía. Y desde luego del hijo predilecto de nuestra ciudad, Ivan Alexandrovich Goncharov. A todos nos llenaba de orgullo ser paisanos del ilustre autor de Oblomov. ¡Cómo citábamos pasajes enteros, cómo nos reíamos con él de nuestra inútil nobleza rusa! Era muy avispado Ilich, incluso a esa edad temprana. Sí, sí, muy avispado. Los dos éramos ávidos lectores y nos compartíamos los hallazgos que hacíamos en los libreros de mi padre. ‘Apollon Apollonovich’, me decía entusiasmado, ‘aquí están las minutas del Buró de Siervos, el censo de almas muertas’. Teníamos en común, además, el temor que nos provocaba el profesor Kerensky, director del gimnasio y posteriormente inspector general de las escuelas públicas. Vaya que nos hacía temblar el vejo Feodor Mijailovich. Su hijo, Alexander Feodorovich, era bastante más chico que nosotros. Taciturno y ambicioso como pocos. Me alegré cuando lo vi ascender años más tarde en el Gobierno Provisional luego de la revolución de Febrero. Tuve grandes esperanzas. Pero pronto quedó claro que le faltaba carácter y le sobraba vanidad. ‘El enemigo nos acosa por la derecha, no por la izquierda’. Ay Dios mío, qué ingenuidad, que arrogancia suicida. Los bolcheviques se lo zamparon en el desayuno en aquel Octubre fatídico. Vueltas que da la vida, ¿no es cierto? Del gimnasio de Simbirsk al Kremlin, tantas vidas enlazadas por un azar providencial inescrutable. Ahora, no sé si usted me lo vaya a creer —en general la gente se muestra incrédula cuando lo cuento— pero puedo jurar que no fue sino hasta finales del 17, principios del 18, que caí en la cuenta que el líder de los Rojos y mi compañero del colegio eran una y la misma persona. En verdad. Ahora, claro, veo en Lenin la misma mirada chispeante de aguda inteligencia y atenta curiosidad que veía en el pequeño Ilich mientras revisaba enciclopedias y almanaques tumbado en la alfombra del estudio de mi padre. Pero ahora mismo, si me dijera usted que ‘El autor del Qué hacer’ y ‘El pequeño Ilich que comía naranjas en el porche de mi casa’ son proposiciones con una misma denotación, vacilaría en concedérselo. Lo entiendo en términos de lógica, pero no en los vivenciales. Simplemente, para mí ‘Ulianovsk’ no será nunca y nunca fue ‘Simbirsk’. Lo mismo si se dijera que ‘El autor de Народная Рус, traductor de Coleridge y Heine, exiliado por Stalin a Kalinin’ y ‘El alumno Apollon Apollonovich Korinfsky que alimentaba a una raposa a escondidas en el jardín de la escuela’ me denotan por igual. Ya sea de dicto o de re, poco importa, los sentidos multiplican nuestro reflejo sobre el mundo y el referente que debiera sujetarlo todo en un solo haz claro y distinto resulta ser un maniquí sin rostro, un boceto muy a modo para revestirlo con las facetas infinitas de nuestra aparición”.
Ksenia Agofonova, De Ilich a Lenin, primer acto, Monólogo del Colegial, pieza sin estrenar, edición particular, Moscú, 2017.
“Hegel vio con claridad el problema de la alegoría, que es en última instancia el del proceso sígnico por medio del cual la vida se vacía de contenido. Es decir, alegorizar significa ahuecar la subjetividad para poder introducir en ella un sentido abstracto prefigurado, que por lo tanto no puede establecer sino una relación formal, exterior, con el material sensible. La individualidad específica, concreta, desaparece. En vez de obtener una tipicidad rica en contenido, crecida por así decirlo de manera orgánica en y por la forma, en razón de sus propios principios de construcción particulares, tenemos la forzada figuración de la idea como mera externalidad impuesta, en una dialéctica que necesariamente orilla a ambos polos a colapsarse en lo banal. Tal es sin duda el altísimo costo de la alegoría. Fetichizar el mal, hipostasiarlo en emblemas ambulantes, es recurso comodino para evitarse la reflexión crítica de complejos procesos simbólicos a través de los cuales vivimos estéticamente nuestra propia producción de la existencia. Ciertamente el monstruo es índice de la perfección que en él aparece deformada, pero su alegorización ramplona reduce la contradictoria matriz socio-histórica (es decir, reduce la vida viva del bello verso de Rosella Biagiotti) a un algoritmo lineal tan tedioso como deletéreo”.
Conrada Tomowa-Sintow, Introducción a la morfología de las leyendas populares de Stara Zagora, Sofía, Editorial Pueblos Hermanos, 1973.
“Un anfibio se mira mirando
Y piensa en el juicio que habrá de merecerle
Ese objeto que contempla
En el azogue lánguido del antiguo manantial sagrado.
***
Ánima y máquina a escena,
Con decorados de selenita resplendente.
A guisa de proscenio, el semblante hipocrático
(Por exceso de excreciones
En aras de hacerse de materia
Para erigir su mundo personal);
Entre las orejas-bastidores
La chirriante tramoya de todos los efectos.
Y sobre bambalinas, ingrávido,
Tenue y suelto,
El Ojo del Cartesio,
Que es el pensar mismo
Entretenido
En dar orden y acomodo
A la viruta que se asienta
En el fondo del globo prodigioso
Donde la luz se hace coloide.
***
‘Había que ser inconsistente
Y tolerarlo
Sin caer en lo trivial’,
Se dice aquel ser de sal y azúcar,
De agua y tierra por igual
(Que es decir de ni una ni otra),
Con la melancólica conciencia
De saber siempre a destiempo todo lo que pudo ser.
‘Alcanzar el propio punto de fracaso,
Óptimo y personalísimo,
A fuer de extremar
Complicaciones deliciosas,
Estrictamente innecesarias.
Suavizar el entrecejo,
Aflojar hombros y escrúpulos,
Y dejar de ser homúnculo,
Zambulléndose en el cuerpo
Que se vierte y se rebalsa
En las aguas de este espejo’”.
Xulio Gondán, Autorretrato con renacuajo, proemio, Villaviciosa, 1952.
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