ESPECULARES – sexta serie
Posted on 10 mayo, 2016 by cenidiap
Crítica ficción
Alfredo Gurza
Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo, que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.
“La profesora Fulgoni comenzaba invariablemente su curso de estética con una conferencia sobre los filisteos y los fariseos. Los alumnos de primer año, a quienes estaba dirigida la materia, la escuchaban desconcertados, con cierto religioso temor podría decirse. Recién salidos del bachillerato, animados por una vaga noción romántica de las artes y los artistas y sin mayor andamiaje conceptual que la opinión de algún poeta y la glosa de los juicios de especialistas extranjeros hecha por reseñistas de ocasión, nada los había preparado para esa cátedra deslumbrante, de tal rigor y de tan concentrada erudición. No era de ningún modo una ocurrencia irónica o un alarde intelectual de la profesora; cuantos tratamos de cerca a la Fulgoni podemos atestiguar que nada era más ajeno a su talante que la arrogancia. Si año tras año se ocupaba de trazar minuciosamente el identikit de fariseos y filisteos, el decurso filológico y político de estos complejos de relaciones ideológicas y sus efectos teóricos y prácticos, era porque lo consideraba indispensable para impartir los rudimentos de la defensa personal a esas camadas de aspirantes a productores de signos que llegaban a su aula absolutamente inermes frente a la terrible inercia de la frase hecha, el gesto encasillado, la banalidad entronizada y el gusto adocenado”. Marcela Barreto, Magisterio de las artes y políticas públicas: reflexiones en primera persona del plural, Curitiba, Nossos Livros, 1985.
“La niña corría del jardín al estudio de su padre en un ir y venir incesante con su muestrario de prodigios: caracoles, piedras, flores de todos colores, lombrices y una mariposa. Cada hallazgo era anunciado con un estentóreo ‘¡Papá, papá, mira! ¡Mira esto!’ El profesor dejaba escapar una leve sonrisa que suavizaba sus facciones, marcadas por años de severo estudio y sesudo análisis. Para ella siempre había tiempo. Cuando María Antonieta irrumpía en su santuario, su padre alzaba la vista por encima de la pila de libros y manuscritos que ya habían echado raíz en su mesa de trabajo y llamaba a la pequeña a sentarse en sus piernas.
—A ver, mijita. ¿Qué te encontraste ahora? ¿Una piel de conejo para hacerte un gorrito?
—No, papá. Es una semillita de eucalipto. Mira qué rico huele.
—¡Qué delicia! Podríamos exprimirla y guardar las gotitas de perfume en el frasco de mi medicina cuando me la termine. Al fin que ya me voy a poner bien. Y entonces te podrías poner un poquito en el cuello y las muñecas, para cuando vayas a bailar a palacio con las 40 princesas que desgastan sus zapatillas cada noche.
La chiquilla se reía con esa risa fresca que hacía que su padre se olvidara de todo. Con una expresión de misterio María Antonieta le tendía las manos que guardaban como un estuche una nueva joya del jardín.
—¿Qué traes ahí? ¿Un sapo encantado? ¿Un bollito redondito roído por una ardilla?
—¡Ay, papá!
La niña negaba con la cabeza y abría las manos para revelar el hallazgo.
—¡Válgame, mi amor! ¡Esto sí que es algo bueno! ¡El talismán fragante de Basilisa la Hermosa!
—No, papá. Es una margarita, la andaba picoteando un zanate. Mira cómo se me ve si me la pongo como la gitana que vendía sangre de gallina para curar de cobardía a Roemir el domador de caballos hechizado por Nazaria la Invencible.
La pequeña corrió de nuevo hacia el jardín. El profesor se levantó de su vieja silla incómoda pero entrañable, dejó los lentes sobre el voluminoso diccionario latín-ruso de Volgokov y Surinin, que por vanidad ocupaba siempre el sitio de honor en su mesa de trabajo, y con paso lento y hombros encorvados salió al luminoso mediodía.
—Ahora sí, mijita. ¡Corre que te alcanzo!
María Antonieta salió disparada, entre carcajadas, y su padre la siguió, respirando con dificultad y extendiendo las manos tensadas como garras.
—¡Corre, princesita! Si te atrapo ya nunca saldrás de la fortaleza de cristal y granito del ogro Jarbenal, que domina su imperio desde la cumbre de la montaña de sal de roca junto al mar.
—¡No me atraparás, ogro malvado! Que calzan mis pies las chinelas mágicas del hada Zimbarela.
Entre juegos se llegó la hora del almuerzo. María Antonieta dejó caer una lluvia de besos sobre las áridas mejillas del profesor y se fue a lavar las manos y a peinarse. Una vez envuelto por la penumbra de su guarida, el viejo miró por la ventana el verde césped salpicado de flores que se abría para María Antonieta como un alhajero repleto de maravillas por descubrir todos los días. Los tomos que tapizaban las paredes parecían llamarlo, pero en esta ocasión su llamado sería desatendido. El profesor sonrió. María Antonieta había regresado al jardín, regándolo de efluvios de vida nueva”. María Antonieta Quintano, Las estaciones de la memoria, Los libros de Pichilemu, 1969.
“Miren, compañeros, siempre es fácil juzgar a toro pasado. Cuando se está ahí metido, en la lucha cotidiana, rara vez tiene uno tiempo suficiente para pensar las cosas a fondo, para sopesar los pros y los contras y tomar decisiones bien deliberadas. Ustedes lo están viviendo así que ahora ya lo saben. Si namás nos vamos por los carteles, por ejemplo, sin considerar lo que sí se habló y lo que quedó sin discutir en ese momento, pues habrá que decir que nuestro colectivo fue una veleta al viento de las conveniencias políticas. En unos ponemos como lazo de cochino a Cárdenas, acusándolo de ser un títere de la reacción, y en otros —tan sólo un par de meses después— lo ponemos como el gran visionario de la redención de la patria. ¿Y por qué? Porque el partido cambió la línea general. En semanas pasamos de la consigna furibunda de ‘clase contra clase y lucha sin cuartel’ a la melodiosa del frente democrático popular. Nos ajustamos como mejor pudimos y por ahí se nos coló el diablo de la ‘burguesía local nacionalista’, con todas esas necedades que tantos estropicios habrían de causar. Yo digo que nos mantuvimos en nuestros principios; otros dirán que nadábamos con la corriente sin importar para dónde fuera. A ustedes les toca juzgar. Fíjense qué curioso, en esos vaivenes me topé años después con un prologuito de Don Luis Cabrera, que era un polemista feroz, inteligentísimo, y ahí expone mejor que nadie el juicio de la derecha sobre Cárdenas. Lo llama el Niño Fidencio de la política, un injerto de apóstol y merolico, un embaucador que convenció tanto a las masas como a las élites cultivadas de sus artes para curar a la república de su ceguera con ‘emplastos de boñiga de vaca’; de su sordera con ‘taponcitos de pápalo-quelite’; de sus jaquecas con ‘chiqueadores de papel periódico’; de su histeria con ‘pases de pecho’; y de su dispepsia con ‘pildoritas de alfalfa’. O sea que allá por 1934, cuando nos creíamos más radicales de izquierda demarcándonos del cardenismo, más cerca andábamos de la derecha más reaccionaria. En el trasnocho de la palabrería todos los gatos son pardos”. “Entrevista al camarada Rolando Mata”, Agitprop, órgano de las brigadas de movilización urbana, México, D. F., julio-agosto de 1969.
“Un desastre. Un desastre total. Si a algún miserable de los que después de traicionar a sus organizaciones hallaron acomodo en los cuerpos de seguridad del Estado como asesores de contrainsurgencia le hubieran preguntado en 1974 cuál era la mejor manera de aislar a la guerrilla urbana, unificar los mando militares, policiacos y políticos en torno a una estrategia de aniquilamiento y generar un amplio consenso en la sociedad civil para respaldar la represión más feroz, no habría ideado nada mejor que el secuestro del viejo Zuno. Fue una decisión visceral e ignorante por parte de las FRAP. Lo eligieron nada más por ser el suegro del presidente, ignorando la trayectoria de Don José Guadalupe, su enorme significación como factor instituyente del liberalismo mexicano genuino, progresista, en las luchas por darle rumbo a la constitución de 1917 contra la reacción corrrupta y entreguista. Y por supuesto sin ninguna consideración política, sin análisis concreto del montón de contradicciones que determinaban la situación en ese momento. Fueron los errores de siempre, los esquemitas sin historia viva, puro voluntarismo ciego sin siquiera una untadita de realidad. Quemaron los puentes con la sociedad civil, la condena fue unánime. La jauría de represores y sus amos no lo habrían podido planear mejor”. Ernesto Urdiales, conferencia impartida en el Centro de Reingeniería en Ciencia Política, México, D. F., 5 de septiembre de 1998.
“No sabemos lo que puede un cuerpo,
no sabemos siquiera qué cosa pueda ser,
y a ti eso te aterra,
porque te descentra y te desnuda,
y no lo puedes aceptar.
Porque tú no quieres ver
que somos sólo en el encuentro
que nos vierte y disemina,
y no en el falsario estanco
de sustancias siempre idénticas.
No sabemos lo que puede un cuerpo,
su potencia en el quebranto,
lo que irradia el tegumento
al encuentro de otro, incierto.
Con su intenso sufrimiento,
su delirio en el espanto,
su derramarse de alegría
como único argumento.
Ay, pero por orgullo pierdes todo
lo que con tanto afán y desperdicio
separas, clasificas y etiquetas
en tus moldes de esterilización.
No sabemos, no, no,
ay no sabemos lo que puede un cuerpo».
Dairylis Borrell, “El desencuentro (bolero)”, en Filosofemas para bailar, Santiago de Cuba, UCMP, 1977.
“Firmé la carta, la metí al sobre, lo cerré y lo eché al buzón del parque frente a la casa. Esa noche, la sensación de triunfo cedió el sitio a una nerviosa vacilación en torno a las consecuencias de la misiva. Insomne repasé una y otra vez lo que había escrito. Había frases fuertes, pero a mi juicio ninguna de ellas ofensiva. Me parecía que había expuesto con claridad mi punto de vista sobre una situación que yo no había provocado y que me había orillado a una decisión sin vuelta atrás: si no se me nombraba director del proyecto de investigación, contra la insidia de mis detractores en el instituto, amenazaba con dimitir y armar un escándalo en los medios mayor que cualquiera de los vistos hasta entonces en el de por sí faccioso mundillo de los investigadores e historiadores de las artes. ¿Amenazaba? Bueno, sí, mis palabras podrían interpretarse de ese modo. ¿Me habría excedido? Ciertamente no podía garantizar tamaño escándalo, y ya bien vistas las cosas, ni siquiera mi dimisión. No abunda el empleo para los de nuestro oficio, eso lo sabemos todos. Al recibir la carta el doctor Irigoyen comprendería que se trataba de un exabrupto, un arrebato retórico, nada más. Era un hombre culto y sensible, no podría menos que ponerse en mi lugar al darse a la tarea de interpretar lo que realmente quise comunicarle, advirtiendo por empatía mi frustración, mi desesperación, vamos, mi rabia incluso. Años sin ascensos, sin viajes de ‘trabajo’ al extranjero, sin ninguna de las prebendas de que gozaban mis colegas ante mi mirada justificadamente resentida. Pensándolo bien, quizá podría haberme referido a ellos con menos encono, si no por generosidad de espíritu (inmerecida por esos mediocres) al menos para no exponerme a ser tachado una vez más de ‘lépero envidioso’, según la fórmula de la doctora Juárez. Fórmula que corriera con tanto éxito en la oficina, hay que añadir.
Por la mañana ya era yo un manojo de nervios. Estaba seguro que la carta sería mi perdición y no había medio realista para impedir que su destinatario la leyera. Me maldije por impetuoso y arrogante. Así pasaron los días hasta la reunión del comité donde habría de decidirse el nombramiento. Ocupé mi asiento con la mirada fija en mis zapatos, temiendo que los ojos de Irigoyen me fulminaran. Lo que ocurrió en la sesión es lo más extraordinario que jamás he presenciado. No sólo obtuve el cargo, sino que el doctor habló de mí en los términos más elogiosos y justificó la decisión —esto se me quedó grabado en el corazón— como ‘un acto de elemental justicia’ por mi dedicación y mi desprendimiento. Y no sólo eso: todos mis compañeros aplaudieron la decisión y me felicitaron con una calidez que casi me hizo quererlos. Fue un sueño hecho realidad, y yo sabía bien a quién debía agradecérselo: era el fruto incontestable de mi carta, un dechado de fina escritura, de digna rabia, de penetrante ironía, de arrolladora persuasión. No debiendo nada a Irigoyen, ni mucho menos a mis colegas, me conduje desde entonces con la soberbia que me permitía el saberme poseedor de la razón. Si hasta el director hubo de reconocerlo…
Unos meses después, Irigoyen falleció repentinamente. No puedo decir que me haya arrepentido de haberlo tratado con cierto desdén después de mi nombramiento, aunque reconozco que mi actitud suscitaba en él una visible extrañeza y, ¿he de confesarlo?, una tristeza innegable. Yo supuse un entendimiento tácito entre nosotros: tuvo los tamaños para reconocer la verdad tal como se la expuse por escrito y no había necesidad de fingir que las cosas eran de otro modo. Días después del sepelio, su viuda me dio en una caja un par de adornos de escritorio —un móvil de mariposas y un idolito de barro con silbato— que yo le regalé al director años atrás, cuando recién ingresé al instituto. Y me dio también mi carta. Cerrada, por supuesto. ‘La encontré entre los catálogos de música que Bernardo recibía de Londres. Los apilaba para leerlos en las vacaciones. Su carta debe haberse traspapelado. Ya no la leyó…’. Un sollozo nos impidió seguir hablando». Lauro Arenales, Andanzas entre estetas, Jalapa, 1986.
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