Entre mamparas y vitrinas: el afán de Jorge Guadarrama en un espejo
Posted on 8 agosto, 2019 by cenidiap
Jaime Cuadriello
En 1956, año en que yo llegué al mundo, don Jorge Guadarrama ingresaba como estudiante regular a la Escuela Nacional de Artes Plásticas, ubicada en la Antigua Academia de San Carlos y, por lo que me ha confesado, en verdad quería hacer una carrera dedicada a la creación artística en pintura, aunque la arquitectura también lo tentaba para desempeñarse como un profesionista en el diseño de los espacios. Sin embargo las musas soplaron muy fuerte y lo llevaron muy lejos, hasta las escalinatas de su templo, o sea a los museos de México y el mundo y ya no regresó jamás a la Academia. Pero, “un viejo amor ni se olvida ni se deja”, y sesenta años después, luego de dejar una profunda huella en los museos más importantes del país, Jorge se retiró y retomó el lápiz, el carboncillo y el pincel y se regaló a sí mismo un autorretrato de tamaño casi natural para reconciliarse con la Academia. No fue fácil, me dijo que tenía la mano engarrotada; tardó cuatro años es hacer los trazos de su gran dibujo. Lo intituló Verdadera creación de la Virgen de Guadalupe y, tomando en préstamo un modelo ilusionista del autorretrato de Juan O´Gorman y el respectivo de El Corcito, se dejó representar en su papel de Jesucristo supremo artífice, desnudo, estigmatizado y coronado de espinas, pero también como un tlacuilo del siglo XVI que se traviste en Divino Pintor, dándonos la espalda y sentado en su icpactli. Nada es gratuito en esta imagen: “el Dios Pintor no hizo nada igual con ninguna otra nación”, pone en una papeleta, al tiempo que desenrolla con la otra mano el diseño o boceto compositivo. Al mismo tiempo, la mano del Omnipotente inspira al tlacuilo y el tlacuilo se inspira en el Espíritu Santo, quien revoloteando le suministra los pigmentos mientras el Padre Eterno concibe en su mente la idea más perfecta de la Inmaculada Concepción, como Virgen de Guadalupe mexicana. Tanto así que el anciano patriarca no se resiste a la idea de abrazar la nobleza del arte de la pintura y ejecutar motu proprio su propia versión de la Guadalupana. La Virgen morena se ha posado sobre las armas fundacionales de México para reclamar un territorio como suya una comunidad de cristianos que Ella misma ha forjado y detentando la representatividad de toda de una nación, en sus instituciones… Que nunca acaban de ser institucionales. Es una imagen proyectiva de las muchas metáforas que se confrontan entre el pasado y el presente, con lo personal y lo universal, pero donde el acto creativo resuena como en las cajas chinas: la mano humana es la gran generadora de la creatividad, pero la mente del artista es divina; así se cumple la ley natural de la creación y la procreación en sendas figuras de maternidad, como son la propia Virgen Madre de Dios y una Cihuateteo del panteón mexica, en piedra basáltica, que muerta por los dolores del parto queda divinizada por virtud de sus méritos creativos y procreativos.
Esta imagen es un corolario de vida y, como pueden ver, una declaración personal para manifestarse como supremo curador del ayate de Juan Diego gracias a casi cuarenta años de trabajo en la Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe. Para mí es también un itinerario del profesionalismo museográfico de los sesentaicinco años de actividad entre mamparas y vitrinas, y que evoca directamente una de las tantas puestas que hizo Jorge Guadarrama en el museo guadalupano durante 2001 y 2002 que se llamó El Divino Pintor. La creación de María de Guadalupe en el taller celestial. Se trataba de un viejo proyecto que conversamos desde 1986, cuando le conocí y estábamos re-museografiando el Museo Nacional de Arte (Munal) tras el terremoto de 1985, pero, sobre todo, un Munal que había quedado desmantelado debido a todos los prestamos concedidos bajo la figura de comodato para su precipitada inauguración de 1982. Por aquel entonces habían regresado a sus sedes muchas de las piezas, y en dicho museo apenas se podían visitar tres o cuatro salas, las demás permanecían cerradas y en peligro de diluirse no solo el recorrido sino la institución entera.
Desde entonces aprendí de Jorge que la historia de los museos es la historia del nunca acabar, sobre todo si se inauguran como capricho político o sin colección propia, un deporte de la clase dirigente para mostrarse e inmortalizarse que no disminuye y que cada día resulta más faraónico y desmesurado. Ahora mismo somos una anomalía en el contexto de los museos del mundo, y es cada vez más raro encontrar personas con el profesionalismo y la visión de Jorge para comprometerse y consolidar proyectos de museos, lo cual para él ha significado toda una vida en México y más allá de sus fronteras.
Cuando conocí al museógrafo Guadarrama su apellido era ya toda una leyenda: ningún museógrafo mexicano, hasta entonces, le había dado la vuelta al mundo: París, Londres, Roma, muchas de las capitales de Europa del este, San Petersburgo y Moscú, India, Tokio, Manila y museos del primer circuito de los Estados Unidos. Dudo que cualquier otro museógrafo haya tenido el privilegio de tocar con sus propias manos desde los Atlantes de Tula, los paisajes de Velasco o las Dos Fridas y buscarles la mampara adecuada, el color, el tiro visual y la iluminación pertinente.
En ese entonces Jorge continuaba y consolidaba las enseñanzas de su maestro Fernando Gamboa y, dada su cercanía con el Museo de San Carlos (de hecho ahí lo conocí gracias Aurea Ruiz Rodarte en 1978, cuando hice mi servicio social, aunque él no se acuerda), Jorge tuvo la suficiente apertura y receptividad para atender a mis primeras propuestas basadas en guiones conceptuales. Al tiempo que adecuábamos y articulábamos el recorrido del Munal pude palpar el profundo respeto que al museógrafo inspiraba el trabajo del curador y del conocimiento histórico y artístico en sí. Sin embargo la experiencia y la intuición espacial es una mejor maestra: “Un guión museográfico no es un capitulado de libro”, era lo primero que Jorge objetaba señalando que en la propia museología hay géneros, hay problemas visuales que deben resolverse a partir del respeto que se tenga por la propia obra, pero sobre todo por sus posibilidades comunicativas. Nada de interferencias y contaminaciones visuales, mucho menos la “pirotecnia museal” que hagan protagonista al museógrafo y no al artista. Una declaración reciente del maestro Jorge Guadarrama, a pregunta expresa de Ana Garduño, resulta no sólo la toma de una posición ética sino la confesión de parte de un profesionista que entiende su papel como mediador entre el público y las obras:
Estoy pensando y recordando como se formaba uno como chalán de la museografía y como “museógrafo”. Palabreja que no dejaba de apantallar a muchos que creían era una profesión nueva y misteriosa […] llego a la conclusión de que todo ha sido pura intuición, porque nunca le pregunté a don Fer [Fernando Gamboa] qué veía cuando relacionaba una pared con otra, un cuadro antes o después de otro y tuve que descifrar sus “ondas”. Había cosas que no tenían pierde como entender que una pieza del preclásico iba antes que el coloso de Tula. El problema lo veía más difícil con el arte moderno y contemporáneo.
Las exposiciones temáticas, razonadas y con la participación de un curador —figura inexistente hace no mucho— ya obligaban al estudio y a la consideración de la crítica […] Todo un reto salir airoso, al igual que montar la obra de un artista vivo, crítico, exigente e intolerante. Vi que la cosa no era puramente museográfica, de poner en valor el objeto. Las relaciones humanas tenían lo suyo. Me fue bien, a pesar de raspar jerarquías, hubo serias discusiones y pocos pleitos.(1)
De estas palabras se desprenden dos enseñanzas. La experiencia, como ya dije, es la mejor consejera, y la apertura de criterio la mejor aliada, con el profesionalismo como enseña de una práctica permanente entre la prueba y el error. Cada vez que he tenido el privilegio de colgar exposiciones con el maestro Guadarrama he salido crecido al contemplar su técnica impecable y respeto tanto a los objetos como al conocimiento y el público que lo recibe. Ya no hablemos del beneficio humano que conlleva un montaje de cincuenta y dos horas seguidas, día y noche, antes de inaugurar, siempre todo bajo control y con la respuesta adecuada a cada desafío que plantean los objetos. Incluso ideando los espacios lúdicos que más que lúdicos en algunos momentos llegaban a ser irreverentes y por lo tanto exitosísimos para el público de todas las edades.
Así, me honra decir que compartí con él la curaduría de seis exposiciones nacionales e internacionales cada vez más profesionalizadas por las exigencias de cada museo. Pero la verdadera alma mater y sede de su cátedra fue su pequeña oficina en el Museo de la Basílica de Guadalupe (Mubagua), sitio donde me concedió el privilegio de ser su interlocutor, asesor y colaborador en el diseño de sus contenidos y política de exhibición, sin cobrar estipendio alguno y pese a que insistía a que le extendiera un recibo de honorarios. Otro fue el beneficio y la acumulación de capital: no hubo límites para la imaginación y la creatividad, en el Mubagua, y ahí están los catálogos, en los cuales él se empeñó porque mantuvieran el nivel de los museos del primer mundo; tampoco cortapisas para que los jóvenes talentos y estudiantes desarrollaran ahí sus carreras. Lo mismo puede decirse del trato comprensivo y generoso que trasmitía a su equipo, empleados y custodios, que verdaderamente “mamaban” el oficio entre andamios y luminarias.
“Estar y trabajar en la Villa de Guadalupe”, escuché decir a don Guillermo Schulemburg, es acceder a un balcón privilegiado de la historia de México y puede calificarse como un barómetro para tomarle el clima y el pulso al país y a sus contrastadas realidades culturales. Es un sitio ideal para sondear la fibra más íntima y sensible de su religiosidad y diversidad social y regional del peregrino. El concepto del Museo de la Basílica de Guadalupe en la mente y el incansable quehacer de Jorge siempre fue un espacio abierto que brindaba un escenario cultural y artístico a todos aquellos quienes jamás pudieron acercarse a un museo, un lugar acogedor que trasmitía una vivencia, merced a que es poseedor de una colección riquísima y que su oferta visual está destinada a los que menos tienen y a los que regresan a sus comunidades y pueblos con un mensaje amoroso de enorme hondura sentimental.
Desde esa trinchera cultural y contando con todo el apoyo del último abad Schulemburg y la generosa visión del primer rector, don Diego Monroy Ponce, el director del recinto pudo acometer una modernización, catalogación y puesta en valor de la mejor colección de iconografía marial en todo el continente; como ningún museo oficial, desplegaron una política de adquisición para incrementar su acervo y ambos eclesiásticos entendieron, junto con Jorge, el hondo beneficio social que este recinto presta a millones de mexicanos.
Me detengo, por último, en una faceta política y humana de Jorge Guadarrama que lo retrata de pies a cabeza, que implica la entrega total a su colección, a la preservación y la restauración y a la defensa y crecimiento de su acervo. No sólo, entonces, compramos y adquirimos, casi por milagro o gracias a contactos amistosos, un sinfín de piezas que de otra forma hubieran salido del país; apenas detectábamos la pertinencia de alguna de ellas en colecciones privadas o en el mercado, Jorge se movilizaba con las autoridades, monseñor Schulemburg o Monroy, pero también entre los amigos y benefactores, casi siempre anónimos. Hicimos viajes para “rescatarlas” de los negocios de los anticuarios, pagando en efectivo o, en momentos desesperados, Jorge levantaba el teléfono para buscar padrino. Una sola anécdota ilustra el afán guadarramesco para hacernos de las piezas cuando éstas se hallaban en peligro. Una dealer española llegó a México para vendernos, precisamente, una alegoría del Divino Pintor, una obra popular traída de Madrid y, sin contar con los recursos en ese momento, tanto al señor rector de la Basílica como a Jorge no se les ocurrió mejor idea que abrir una botella del excelente rompope que fabrican las monjas capuchinas del Tepeyac. Al poco tiempo de que sentíamos sus efectos etílicos, conmovida por la situación del museo, la vendedora en un golpe de conversión a la fe guadalupana en el instante de brindar con la quinta copa en mano decidió obsequiar la pintura sin ninguna condición o restricción para que se quedara definitivamente en México, en “las manos de la Virgen”.
Regreso a esta imagen (el autorretrato) pues es una metáfora precisa de esta vida entre mamparas y luminarias, pero también de que la vida es más vital si se lleva con un afán creativo y de servicio. El autorretrato era una asignatura pendiente, un afán siempre tan pospuesto y sobre todo una confesión de parte: Jorge es un santo laico para quien entienda el significado de este oxímoron. Hay un hecho del que nadie más puede presumir, en todo el siglo XX y la parte que llevamos del XXI: Jorge Guadarrama ha sido quien más y en más repetidas veces ha estado cerca del ayate con el Sagrado Original de Nuestra Señora de Guadalupe, ha sido su verdadero curador y conservador, quien más la ha visto a detalle y conoce todos sus secretos, físicos y metafísicos. Alguien que con absoluto profesionalismo, reserva y discreción ha preservado la tilma, su estabilidad material y curado y procurado su integridad simbólica contra tiros y troyanos. O sea que entre al Atlante de Tula, el Jaguar mexica, la Cihuateteo, las Dos Fridas o capotear los caprichos museográficos de Lola Olmedo y Olga Tamayo (piezas vivas de museo), Jorge ha cruzado airoso y silente por la vida de las imágenes más reveladoras del arte mexicano y, entre todas ellas la más vista y venerada por todas las naciones y la cristiandad del mundo: la tilma de Juan Diego. A un tiempo que en este dibujo se mira como el divino tlacuilo, pintor y custodio de Guadalupe, Jorge se quiere mostrar de forma alegórica como un maestro, un trabajador que tuvo mucho que enseñar a los jóvenes, a sus colegas y a los artistas mismos, tal como dice el evangelio: predicando con el ejemplo y en el ejemplo de su trabajo.
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