100 años de Vlady
Posted on 3 julio, 2020 by cenidiap
Claudio Albertani
Petrogrado, 15 de junio de 1920: el ojo del huracán. Ese día nace Vladimir Kibalchich Rusakov, el futuro pintor Vlady. Rusia sale de la etapa más sangrienta de la guerra civil. Miles y miles de personas se encuentran armadas y organizadas para defender a la revolución. Petrogrado (antes San Petersburgo, después Leningrado) es una ciudad de frontera; el aire que se respira vibra más que en otras latitudes. Hay hambre, muerte y destrucción, pero también la fe inquebrantable en un mundo nuevo, libre de explotación y opresión.
El recién nacido es hijo de Victor Kibalchich, mejor conocido como Victor Serge, ex presidiario, anarquista adherido al bolchevismo, fundador de los servicios de prensa de la Internacional Comunista, y de Liuba Rusakova, traductora y estenógrafa, adscrita a la oficina de Zinoviev. Debe su nombre a Vladimir Mazine, socialista revolucionario, recién muerto en combate contra los blancos, ex presidiario, autor en la cárcel de un libro sobre Goethe y la filosofía de la naturaleza.
Victor y Liuba viven en el Astoria, el famoso hotel convertido en residencia de revolucionarios; se codean con el estado mayor del proletariado mundial, frecuentan a los forjadores del nuevo estado revolucionario. Muy cerca están los lugares icónicos del asalto al cielo: el Palacio de Invierno, el Instituto Smolny —que alguna vez fue cuartel general de Lenin— y la Fortaleza Pedro y Pablo, donde cuarenta años antes habían colgado al químico Nicolái Kibalchich, un antepasado implicado en el asesinato del zar Alejandro II.
Pronto, Serge se convierte en mensajero del evangelio comunista. Recorre la Europa en llamas de aquellos años convulsos: Berlín, Viena, los Balcanes. Vlady no conoce niños, crece entre conspiradores que cambian continuamente de nombre y viven en departamentos ocultos, según las reglas de la clandestinidad más estricta. Los incesantes viajes de la familia no favorecen la educación formal del niño, pero respira cultura en varios idiomas: alemán, francés, ruso…
Leningrado: 23 de abril de 1928, primera detención de Serge, acusado de conspirar contra el poder soviético. Es falso. Se le encarcela por el delito de pensar. Vlady no entiende, se enoja, sufre como cualquier niño apartado de un padre a quien ama y admira. Deja de ir a la escuela, donde lo tratan mal por ser hijo de un “enemigo del pueblo” y busca refugio en la pintura. El Museo Hermitage, uno de los mejores del mundo, se encuentra a dos pasos de la residencia familiar. Vlady pasa horas frente al Judith y Holofernes de Giorgione; sueña con pintar como el renacentista italiano. Dibuja y dibuja; la correspondencia de Liuba está atestada de los apuntes a pastel y lápiz del futuro artista y de anotaciones sobre su evidente talento.
Empieza la persecución contra la familia materna, que quedará diezmada. Alexander Rusakov, el abuelo, muere de pena, y mucho tiempo después, ya en México, Vlady hará de él una litografía semiabstracta. Olga, la abuela, desaparece en un campo de concentración, igual que Esther, la hija más chica. El ex compañero de ésta, el poeta Daniil Jarms, muere en el pabellón psiquiátrico de la cárcel de Kresty en Leningrado. Otros integrantes de la familia pasarán décadas presos. Liuba —“Pájaro Azul”, le dice cariñosamente Victor Serge— pierde la razón poco a poco, lo cual afecta terriblemente a Vlady, que pinta de ella retratos desgarradores (la mujer fallecerá en 1984, en una clínica psiquiátrica de Aix-en-Provence, Francia).
En 1933 Serge es deportado a Oremburgo, a los pies de los Urales. Es la antesala geográfica y política del GULAG. La Unión Soviética es, por entonces, un inmenso campo de concentración. Vlady y Liuba lo siguen compartiendo hambre, frío y angustia. Comen sopa de col y cáscara de papa. La familia establece lazos de amistad y solidaridad con otros deportados: bolcheviques de la primera hora que tienen la culpa de discrepar de Stalin. Todos desaparecerán en las purgas. En las largas noches esteparias, el padre escribe y el hijo pinta, a la luz de una vela, cuando hay. Vlady se enferma de escorbuto, pero establece con su padre una relación de cercanía espiritual que le marcará el rumbo para siempre.
En 1936, poco antes del estallido de los procesos de Moscú, se cumple el milagro: en Francia, una ola de ruidosas protestas de sindicalistas que exigen la liberación de Serge y su familia preocupa a los soviéticos. A la postre, es la intervención de Romain Rolland —Premio Nobel de Literatura, 1915— directamente con Stalin que hace la diferencia. El autor de Jean Christophe, a quien el dictador soviético tiene en gran consideración, es un típico compañero de viaje del comunismo. No tiene la menor simpatía por Serge, pero piensa que hace más daño a la “causa” preso en la URSS que libre en Occidente. El argumento pesa. El 24 de abril, Serge y los suyos son expulsados hacia Europa. Despojados de la ciudadanía soviética, la única que poseen, son apátridas. Vivirán un corto tiempo en Bruselas y después en París, donde Vlady no se despegará del Louvre, su verdadera escuela de pintura.
He aquí el porqué de esa vida casi única en la historia del arte contemporáneo: Vlady es hijo de la revolución, nace, por así decirlo, en su regazo, la respira y luego la padece porque también es hijo de la derrota. Pinta sus fantasmas: la locura de Liuba, los zapatos agujerados de Serge, la tristeza infinita del abuelo Rusakov, el cadalso del químico Nicolái Kibalchich… Por encima de todo, pinta el trauma de ser sobreviviente de una generación aniquilada. Su obra responde a lo que su padre llama la regla del doble deber: hacia la revolución, que el pintor siempre reivindicará (no solamente la rusa, sino todas: las del pasado, del presente y del futuro), pero también hacia la imperiosa necesidad de ejercer la libertad de disentir, de decir “no” cuando así lo dicta la consciencia
En París el joven artista conoce la bohemia, pero no le agrada. Prefiere la vida austera a que lo acostumbraron los revolucionarios rusos entre los cuales se ha formado. Estudia, pinta y milita en la sección parisina del POUM, el partido comunista opositor de España que dirige Andrés Nin, pronto asesinado por los estalinistas. Frecuenta la academia La Grande Chaumière y encuentra a los surrealistas en los cafés de Montparnasse. No le impresionan. Tiene su primera novia, se enamora, lleva una vita casi normal, pero la paz dura poco. Otro totalitarismo está al acecho. Los nazis ocupan París el 14 de junio de 1940; el día 15 Vlady cumple 20 años. Es judío por parte de madre; Serge “no tiene el honor”, pero está en la lista negra en calidad de subversivo.
Comienza una nueva fuga, la última. Junto a la nueva compañera de Serge, la futura arqueóloga Laurette Séjourné, y a un militante del POUM, Narcis Molins i Fábrega, padre e hijo emprenden el viaje hacia el otro lado del mundo, pero quedan trabados en Marsella, junto a Breton y a un puñado de surrealistas. El 24 de marzo de 1941 logran embarcarse en un carguero destartalado, el Capitaine Paul Lemerle, que zarpa con rumbo a la Martinica. Llegan a México el 5 de septiembre de 1941 después de una estancia nada agradable en un leprosario, y un viaje agotador, lleno de contratiempos que dura una eternidad…
Hay que reiterarlo: la obra del pintor ruso-mexicano es incomprensible sin esas experiencias fundadoras. Saturado de revolución, Vlady no fue lo que comúnmente se define como un artista comprometido, y manifestó siempre una fuerte ambivalencia hacia la política: la detestaba pero, al mismo tiempo, formó parte de sus demonios interiores, como él mismo decía. En un nuestro país fue poco comprendido, aunque tuvo éxito como pintor abstracto y fue uno de los fundadores de la generación de la Ruptura, el grupo de jóvenes que cuestionó a la Escuela Mexicana de Pintura y opuso al lema de Siqueiros “no hay más ruta que la nuestra” otro que decía “las rutas son incontables hasta el infinito”. Siempre inquieto, a la postre Vlady rompió también con la vanguardia mexicana y siguió su propio camino.
No es un pintor fácil; perteneció a diferentes mundos, a distintas culturas y a varias épocas: al siglo XX, en primer lugar, pero también al XIX, por la herencia familiar. Fue sucesivamente figurativo, abstracto y luego otra vez figurativo, sin dejar de tener un toque surrealista. Experimentó mucho, usó todas las técnicas a su alcance, fabricó sus propios colores, devoró quintales de literatura sobre arte y caminó kilómetros de museos en tres continentes. Autodidacta, fue un erudito de historia del arte, cosa no común entre los pintores.
Tampoco es fácil clasificarlo. Su obra más importante, el conjunto muralístico Las revoluciones y los elementos (1973-1982) de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada (Centro Histórico de la Ciudad de México) lo coloca, sin lugar a duda, en la tradición muralista. Un muralismo, claro está, muy distinto al de los tres grandes. En más de 2,000 metros que incluyen la nave central, la Capilla Freudiana, el coro y el sotocoro de la Biblioteca, Vlady plasma una visión trágica de las revoluciones sociales, artísticas, religiosas y psicoanalíticas de la modernidad, muy alejada de la estética realista y, más aún, de la marxista.
Y sin embargo, detrás del aparente desorden que abruma al visitante encontramos un diseño histórico absolutamente racional que debe más a la física de Vladimir Vernadsky que al arte mágico de André Breton. Además, junto a diálogos persistentes con las mitologías clásica, mesoamericana y rusa, está la reivindicación de la libertad, de la disidencia y la potencia creativa del individuo contra todas las tiranías.
Una de las peculiaridades de la obra, que le otorga una innegable originalidad, es la técnica, ya que una parte del mural está pintada al fresco, como en la tradición del 400 italiano, y la otra en lienzos al temple y óleo, al estilo de Giorgione y los maestros venecianos del 500 que admiró en su juventud. A esta mezcla atrevida y ciertamente única en México, el crítico de arte Leonardo da Jandra le llama “muralismo total”.
¿Qué otras obras de Vlady recordar en este año de 2020, cuando celebramos el centenario del pintor y los quince años de su fallecimiento? Escoger no es fácil, pues el acervo que dejó incluye miles de obras, alrededor de 4,500. Yo mencionaría el mural El despertar de las revoluciones, en el Palacio Nacional, Managua, Nicaragua (1986-1987). Entre las pinturas al temple y óleo me parecen imprescindibles: El subyacente (1960-1961), Meninas caribeñas (1979), Tríptico Trotskiano (1967-1981), Xerxes (1972-1985), Zapata (1995), Tatic (1998), Luces y tinieblas (1994), El uno no camina sin el otro (1994), Violencias fraternas, 1994 y Descendimiento y ascensión (1994-1999). Los últimos cuatro conforman un ciclo que pintó para su exhibición en Bucareli, pero censurado en tiempos de Zedillo (actualmente se encuentran en el Archivo General de la Nación). Otra parte del acervo vladiano —1,003 obras que incluyen 318 cuadernos <https://cuadernosvlady.uacm.edu.mx>, una buena selección de óleos, la colección casi completa de los grabados, más acuarelas, bocetos y dibujos juveniles— se encuentra resguardada en el Centro Vlady de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Vlady falleció el 21 de julio de 2005 en su casa de Cuernavaca. En este año de 2020, cuando se celebra el centenario del pintor, el Centro Vlady prepara la magna exposición Vlady 100 años. Revolución y disidencia, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, con la colaboración del INBAL, la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, el AGN, el Cenidiap y la UNAM. Además de grandes lienzos ya conocidos, se presentan facetas inéditas de la obra del pintor ruso-mexicano. A partir de cuadernos, bocetos y dibujos, se despliega el trabajo introspectivo que lo llevó a forjar una obra plena de alegorías y símbolos que requieren descifrarse. La cita, si la pandemia nos lo permite, es para el 2 de diciembre. No lo olviden.
Claudio Albertani es el responsable del Centro Vlady de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
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