ESPECULARES – vigésimoprimera serie
Posted on 7 julio, 2017 by cenidiap
Crítica ficción
Alfredo Gurza
Imágenes del invaluable acervo que resguarda el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas (Cenidiap) en diálogo con fabulaciones e invenciones, ejercicios de imaginación a manos libres, a manera de espejos en recíproco reflejo, que así revelan afinidades y contrastes inesperados, entrelazamientos bajo las superficies, sugerentes resonancias. Una propuesta de recirculación de este patrimonio para contribuir a la generación de nuevos públicos y al fortalecimiento del Cenidiap como referente para la comunidad nacional e internacional de investigadores, documentalistas y creadores.
“Tal azúcar entibiada, los huesos de porosos se esfuminan.
Tu carne, este despojo, rezuma óleo de postrimería,
La materia ya licuada de cuanto supe amar y fuiste.
La última fatiga te reventó en astillas,
Añicos que crujen y crepitan en tanto se maceran
En la linfa que disuelve tu presencia.
Yerta la memoria, sedimenta el aljibe del cráneo.
En vano quiero hallar tu rostro en esta masa tributada al tiempo”.
Nees Vermeulen, La Muerte, ávida de vida… Escolio a la proposición 26, Lovaina, publicación especial de la Poëzie Stichting, 1932.
“Debo haber tenido unos 10 años, porque ya estaba en quinto de primaria, con la maestra Rutila; muchos de mis compañeros le tenían miedo porque era así como muy adusta y de mecha muy corta: no toleraba indisciplinas y aplacaba a los más molones con gisazos muy certeros en la coronilla, pero siempre pensé que era un estatequieto nada más, sin intención de lastimar o de humillar. Era su consentida, así que nunca fui blanco de sus misiles. Pero el caso es que un día que estaba yo en la antesala de la oficina de mi papá en Reforma, por la glorieta de la Palma; me puse a dibujar mientras lo esperaba para ir a comer ahí a la vuelta en la Zona Rosa. Era nuestra rutina de los jueves. La maestra nos había dejado de tarea hacer tres láminas con plumines y acuarelas sobre las invasiones extranjeras del siglo XIX. En aquellos tiempos todavía nos ocupábamos de esas cosas en las primarias públicas, y no de pasadita sino en serio, con muchos detalles militares, muchas fechas y muchos personajes que hoy viven como arrumbados, sin sustancia de memoria, en las placas de las calles que ellos nombran. No quise irme por lo más obvio (Juan Escutia y la bandera, el fusilamiento de Maximiliano, Mejía y Miramón —por quien por cierto sentía yo un amor inconfesable en aquel entorno liberal en el que nos criamos— o la defensa de Puebla), de modo que aquel día afuera de la oficina estaba dando los últimos toques a mis ilustraciones de la aciaga batalla de la Angostura, la malograda defensa del Molino del Rey (dos de los tantos descalabros que hay que poner a cuenta de Santa Anna) y la toma de Oaxaca por los franceses tras la gallarda resistencia de los pobladores bajo el mando de Porfirio Díaz. Lo que yo hacía eran paisajes, y la guerra y los caídos eran parte de esa masa de colores de un instante como en llamas. La verdad estaba yo muy avanzada, ¿no? No, es broma. No sé por qué, pero siempre me ha dado por pintar lo trágico, las derrotas y los sufrimientos de quienes quedan al arbitrio de fuerzas que los rebasan por completo. En eso estaba cuando la secretaria me dijo que entrara a la oficina con mis dibujos, que mi papá los quería ver. Se me hizo raro. Por suerte ya estaban casi terminados, porque me chocaba mostrar mis trabajos a medio hacer. Cuando entré, papá me dijo: ‘A ver, hijita, pon tus dibujos en el escritorio. Quiero que estos señores los vean’. Y dirigiéndose a ellos dijo con un timbre de emoción que ahora mismo al recordarlo me conmueve tanto como aquel día: ‘Miren nada más qué talento tiene mija. Aprovechen, porque no le gusta exhibir su trabajo. Figúrense que yo mismo tengo que esperar a que se duerma para poder maravillarme con sus cuadernos de dibujo’. Me quedé boquiabierta. Los dos señores aquellos resultaron ser el maestro Gardelli y Don Víctor de la Serna, hombres de una sensibilidad y de un buen ojo incomparables. Al paso de los años comprobé que su admiración inicial por mis dibujos no era mera cortesía, porque apoyaron mi carrera con su generosidad exquisita. Pero la revelación de papá y su orgullo tan vibrante, tan inusual en él por lo expresivo, es algo que llevo conmigo desde entonces y es casi mi rasero de la dicha. Bueno, sin el casi”.
Edith Limón, “Arte, vida y corazón”, conferencia impartida en el Cenáculo de las Artes, Pachuca, 24 de julio de 2006.
“Detestaba las inauguraciones. De veras era algo más fuerte que yo. No sé, sentirme bajo los reflectores, bajo las miradas de los asistentes, me incomodaba muchísimo. Y encima mi familia insistía siempre en acompañarme. Mi mamá le avisaba a toda la parentela y casi ninguno se excusaba. Ahí íbamos todos en bola, hasta las tías y los primos que no veíamos sino en esas ocasiones y en el recalentado de Año Nuevo. Era una cosa tremenda. Yo quería dármelas de mujer de mundo, de artista de vanguardia, y de pronto tenía que presentar a mi abuelita con el ministro, con el galerista, con los maestros que me honraban con su presencia… Claro, era yo una pedante y no sabía apreciar el amor de todos ellos, ¿y por qué no?, su orgullo. En una ocasión el ministro le dijo a mi tía Eulogia, ‘Señora, deben estar todos ustedes muy contentos de tener en su familia a una artista tan admirada’. Y mi tía repuso con su voz de fumadora inveterada, ‘Sí, sí, pero que no lo oiga mi sobrina, que es de las que se marean cuando se trepan a un ladrillo’. No, no, una cosa tremebunda…”.
Ruth Reséndiz, entrevista en el catálogo de la retrospectiva Beneficio de la Tinta, CEDIS, México, 1987.
“—A estas gentes hay que hablarles en necio, licenciado, si no no entienden y aprovechan para seguir haciéndose mensos.
—No exagere, Miramontes. No exagere. El maestro es hombre recto, no me ha dado razones para dudarlo. Y aunque así no fuera, la importancia de este encargo debería bastar para disuadirlo de pasarse de la raya.
—Dice usted bien que debería, pero yo no me fío de él ni de ninguno de sus compañeritos. Andan muy sobrados por el respaldo que les ha brindado desde que ocupa el ministerio y como se creen irremplazables pues se le suben a las barbas.
—Óigame, Miramontes, mida sus palabras.
—Usted dispense, licenciado, pero es que me da coraje que se den tanto a deseo cuando los cita en su despacho. Ya ni porque les hace usted el favor de su amistad… No se vale. Y el maestro Orantía es el más arrogante de todos. Si fuera yo, estaría aquí todas las mañanas nada más para ver si se le ofrece algo a usted.
—No sea lambiscón. No queremos tener sirvientes sino gente talentosa que pueda servir a la República. Faltaba más. Aunque sí me extraña que nos deje plantados. ¿Cuántas veces lo he citado? ¿Tres, cuatro? Y no se aparece, nada más nos manda recaditos. Así no se puede. Esta comisión viene desde lo más alto. ¿Con qué cara voy a decirle al Caudillo que el pintor sigue sin presentar sus bocetos? Esto se tiene que inaugurar en septiembre, el tiempo apremia.
—Me permito recordarle que yo le sugerí retener el anticipo hasta que el maestro nos mostrara su proyecto ya en papel, no tan sólo platicado. Ese amigo es de los que se juegan el sol antes de que salga y luego hay que andarlo correteando.
—Y yo me permito recordarle que no está usted aquí para dárselas de augur y regodearse cuando lo desoigo y se cumplen sus predicciones.
—Desde luego no era esa mi intención, señor ministro. Yo…
—Quite, quite. Yo sé que no nos va a dejar colgados ora sí que de la brocha. Ya ha ocurrido con otros trabajos, aunque nunca se había demorado tanto. Nos hace sufrir con sus desplantes y al final nos deja asombrados con la obra. La de malas es que tanto va el cántaro al agua… Aquí nos la estamos jugando todos. Todos, Miramontes. Si fallamos, el Caudillo no va a dejar títere con cabeza.
—Lo sé muy bien. Y la verdad preferiría que mi paso por la guillotina no dependiera del capricho de gentes tan veleidosas como los artistas. No me gusta hacer vaticinios, pero…
—Si de veras no le gusta, Miramontes, mejor cierre el pico”.
María Irene de la Rosa, El retablo de las vanidades, comedia en tres actos estrenada en el Teatro Arlequín de la Ciudad de México el 11 de agosto de 1936.
“‘Pues sursum corda, amigo Salado’. Entrechocaron los tarros rebosantes de pulque, ese néctar baboso y acre al que Zaladof se había aficionado tanto, para sorpresa de su anfitrión, quien ahora se lo ofrecía en cada oportunidad, contento y curiosamente orgulloso de que el extranjero supiera apreciarlo. El nacionalismo, bestia feroz, a menudo aparece nimbado de un pintoresquismo que produce en quien lo contempla una incómoda respuesta entre la irrisión y la ternura. El ruso lo sabía bien. Había sido testigo de ello en todos los rincones del mundo adonde lo había conducido la aventura. Esa inseguridad agresiva frente al fuereño y ese celo casi maternal por ponderar las virtudes de la tierra natal se daban por igual en Nizhny Novgorod que en Estambul, en Nicosia tanto como en La Plata. Y en todas partes, cada quien tenía por cierto y demostrable que su nación era la más digna de encomio y por ende su nacionalismo el mejor fundado, el más acrisolado y a fin de cuentas el único justificable. Zaladof aprendió pronto que si bien para aceitar los engranes de los negocios no hay nada como el oro, regalonear la vanidad de la contraparte suele marcar la diferencia decisiva. Y en ocasiones vale más apelar a esa vanidad genérica, colectiva, que insufla al individuo de la materia sutil de su raigambre y lo autoriza a compadecer o desdeñar a los exclusos. Así había sido con el licenciado Mota, el mismo que ahora lo miraba con ojos vidriosos y genuina simpatía. Desde que cruzó la primera palabra con él en su despacho del ministerio, Zaladof comprendió que el lance exigiría la mayor delicadeza. Trato cortés y discreto, disposición a escuchar con interés y admiración cuanto el funcionario quisiera impartirle de sus conocimientos acerca de su patria y sus paisanos, de su historia y su patrimonio; y como indispensable colofón, cuanto quisiera convidarle de aquello que a su juicio hacía de Mota precisamente aquel que era y ningún otro. Dos semanas de francachela convencieron al licenciado de haber hallado a un hombre con discernimiento, capaz de hacer justicia a las maravillas que le mostraba. Esto no le ahorró al ruso ni un centavo del soborno, pero sin duda inclinó la balanza a su favor en la pugna con el millonario de Arizona por la invaluable colección de piezas precolombinas que ya estaba embalada a nombre de Zaladof en Veracruz (en la aduana le habían puesto un engomado que decía ‘México exporta artesanías’), en un barco que zarparía por la mañana rumbo a Génova. ‘Le voy a decir algo, amigo Salado. Nosotros no tragamos a los gringos. No respetan nuestra dignidad’, dijo Mota como a tientas, al modo de quien ensaya un trabalenguas. ‘Ese yanqui ni sabe ni quiere saber nada de México. Compra piezas arqueológicas namás por presumir y porque es muy buen negocio. Lo mismo compraría aguacates si pudiera sacarles más ganancia’. Se inclinó sobre la mesa y tomó a Zaladof por los hombros, acercando su rostro hasta casi chocar las narices. ‘Tú en cambio, Saladito… ¿no te molesta que te hable de tú?… Tú en cambio, mano, tú sí tienes sensibilidad, tú si le agarras el sabor a todo esto. ¿O miento? Niégamelo. Se te ve luego luego que te gusta. Y no nomás el chupe y la tragadera y las canciones. Y las chamacas. O sea sí, ¿no?, pero no namás. Yo sé de esto, mano. Ya te bauticé de mexicano y ora sí ya te fregaste. Es para siempre, ya lo verás… Pinche gringo, qué va a saber ese de boleros… Qué gustazo haberte conocido, mi Salado. Vamos a seguirla allá en La Poblanita, ¿cómo la ves?’ ‘Dignum et iustum est, mano’, repuso Zaladof, al tiempo que lo asía por la nuca y apoyaba su frente en la de Mota”.
Roberto Capuani, Sírvanme una y dos y tres. Un misterio de Zaladof, Stampa Gialla, Milán, 1987.
“Anotamos aquí al pasar que la afición por los orientalismos de todo tipo revela el impasse en que se halla la ideología pequeñoburguesa en las metrópolis del sistema mundial, su incapacidad para pensar su situación real, histórica, y asumir su inviabilidad como clase autónoma. Los frutos exóticos mal digeridos por los miembros del segmento burocrático —administrativo y técnico— del viejo aparato colonial son regurgitados ahora por las nuevas generaciones a la espera de sustituir a aquellos en los puestos de control. Esto tiene dos determinaciones significativas. Por un lado, un desinterés absoluto por los procesos materiales que han configurado el patrimonio cultural, sobredeterminado y contradictorio, de las formaciones sociales periféricas en su inserción concreta en el sistema mundial; y derivada de esta, la reducción de los complejos simbólicos, de la idealidad objetiva y material que los configura, a meras abstracciones exangües. Arrancadas de su suelo nutricio, el cual generan a su vez en la dialéctica incesante de la producción material de la vida humana, estas vaguedades banalizan la praxis simbólica de los pueblos bajo la forma de una universalidad huera, revistiendo aquellas inanes generalidades abstractas con una pretendida profundidad que no hace sino adornar la mascarada. Esto alcanza el nivel de lo grotesco cuando la pequeña burguesía periférica importa de las metrópolis su propia cultura nacional convertida en esperpento”.
Josif Stankovic, El modo de producción estético, tomo III, Bratislava, 1970, nota al pie de la página 626.
Escribe el primer comentario