Melecio Galván y los incidentes melódicos
Posted on 22 abril, 2019 by cenidiap
Adriana Malvido
Detrás de la edición facsimilar de Incidentes melódicos del mundo irracional de Juan de la Cabada, ilustrada por Melecio Galván, hay muchas historias, todas insólitas. Conocerlas te lleva a concluir que la existencia del libro que presentamos hoy es un milagro.
Cuando Amaranta Galván me mostró los dibujos originales plasmados a tinta en una libreta y me permitió hojearla, con todo y guantes mis manos temblaron. Porque en 1982, cuando mataron a su padre en Chalco en condiciones extrañas y nunca aclaradas por la policía, la libreta estaba en sus manos; a este artista fuera de serie le quitaron la respiración justo cuando ilustraba el cuento maya de Juan de la Cabada.
Abrimos la libreta, hoy convertida en libro, y aparece el murciélago que escucha la narración de un indio abuelo en Campeche. El murciélago inmediatamente se convierte en letra capitular. Y entonces tiene lugar el primer milagro: la literatura de Juan de la Cabada, en este caso la fábula, que en su propia definición es “herencia de quien me dio su nombre. La deidad que según sabemos nace de aquella historia de la unión del sueño y de la noche para casarse al nacer con la mentira y parir en la verdad su propia historia”.
Mucho antes de que el libro llegara a manos de Melecio tiene lugar esta otra historia:
Durante la travesía de Nueva York a Francia en un viaje compartido hacia Europa, Juan de la Cabada le contó a su amigo Silvestre Revueltas la fábula Incidentes melódicos del mundo irracional. Poco después, según su propio testimonio, el propio escritor campechano perdió el manuscrito en España. Tres años más tarde, a finales de septiembre de 1940, el Silvestre Revueltas le habló a su casa para pedirle de nuevo aquella historia y los motivos musicales de los que le había hablado, pues tenía el encargo de una obra para el ballet de Montecarlo… Sin embargo el autor de Redes, La noche de los mayas y de partituras para ballet como El renacuajo paseador murió el 5 de octubre, días después de esa llamada. Fue entonces que De la Cabada reescribió la fábula y la publicó en 1944 con grabados originales de Leopoldo Méndez dedicada a la memoria de Silvestre Revueltas. Una edición posterior, de 1974, llegó a manos de Melecio Galván. Su admiración por Méndez, De la Cabada y Revueltas no era sólo en el sentido estético, existía una afinidad ideológica y política en una época del mundo cuando el comunismo era la gran utopía en la historia de la humanidad. Así que el dibujante decidió darle nueva vida al relato en un lenguaje más cercano a la historieta que a la ilustración clásica.
En estas historias entretejidas sucede un diálogo entre uno de los mejores narradores mexicanos, un grabador de primer nivel de la época más prolífica del Taller de la Gráfica Popular, un enorme compositor y el que para mí es el mejor dibujante mexicano del siglo XX.
El virtuosismo de Melecio recorre cada letra de una tipografía a mano diseñada por él y luce en las ilustraciones a tinta china. La gracia del escritor y la maestría con la que recrea la riquísima tradición oral de los mayas acompaña al lector desde el principio. La fábula narra lo que sucede en un poblado entre las selvas de Campeche cuando los protagonistas, el Señor Ardilla y su esposa Doña Caracol, salen de su cueva y se encaminan hacia el bosque alejándose de casa.
Leemos:
“Del brazo, el dulce consorcio anda absorto con el frescor de la alborada, por lo que, como cuando el bienestar de los sentidos multiplica el estado de gracia del amor, en éxtasis, sin sentir, los esposos se alejan más y más, gran distancia, de su casa”.
Melecio Galván murió justo cuando ilustraba la muerte del Señor Ardilla y la pena que canta su compañera Doña Caracol. Según el periódico La Prensa un desconocido se había presentado en la comandancia pidiendo que le prestaran una pistola porque quería matarse, o bien, que le dispararan ahí mismo. “Cuando vio que no cumplían, se retiró dejando en la barandilla dos libretas con extraños dibujos…”. Como no lo mataron, dice el pie de foto siguiendo la versión de la policía, decidió suicidarse. Lo cierto es que apareció colgado de un alambre, con las venas cortadas y evidentemente golpeado. El artista tenía 37 años, múltiples proyectos en marcha, un talento fuera de lo común, un compromiso con el arte y las luchas sociales de su momento y una hija de 12 años a la que le enseñó a soñar, la vistió de tinta y la llevó a su serie Las Amarantas, que forma parte de su versión ilustrada, aún inédita, de Cien años de soledad.
Las dos libretas de dibujo con todos los prodigios que las habitan y los estilógrafos que llevaba Melecio el día que murió llegaron a manos de sus padres y años después a las de Amaranta.
Mientras hojeo la libreta de Melecio con los dibujos originales levanto la vista y encuentro en Amaranta el rostro de su padre. Y esta es la otra historia que quiero contar. En 2003, dos décadas después del trágico episodio de la pérdida, ella asumió el proyecto de rescatar la obra, restaurarla, catalogarla y difundirla. Antes la cuidaron con devoción Arnulfo Aquino, Jorge Pérezvega, Rebeca Hidalgo… y los miembros del grupo Mira al que perteneció Galván. Organizaron varias exposiciones mientras la única hija del artista crecía. Un día me dijo en una entrevista: “El murió, pero dejó mucha vida, la que hay en sus dibujos. Mantenerla guardada sería como volverlo a enterrar; difundirla y hacerla pública es mi compromiso con él y con la vida”. Los integrantes del grupo Mira se convirtieron en sus “tíos” y gracias a una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) impulsada por Aquino en 1997, juntos ordenaron, clasificaron y catalogaron la obra. Así, Amaranta se conectó de nuevo con su padre.
Ella sigue viviendo en San Rafael y me ha compartido en varias ocasiones sus recuerdos. Durante las interminables caminatas en el bosque con su padre
Nos tirábamos panza arriba para mirar a las nubes y encontrarles figuras. “¿Ya viste ese dragón?, éjele se va a comer a tu conejo, ahí va, obsérvalo…”, me decía. Con él no había angustia. Recuerdo sus charlas en las cantinas del pueblo con sus amigos, me llevaba a todos lados. Como él era de extrema izquierda, muy radical, tomaba vodka y se compró un vochito, de color rojo, por supuesto, así honraba a la Rusia y la Alemania socialistas. Me hacía maldades, muecas y caras divertidísimas. También me hacía papalotes. Era mi compañero de travesuras.
Mis padres estaban separados. Yo vivía con mi madre y Melecio con mis abuelos a cinco casas de distancia. Eran casas de obreros cuando San Rafael era una fábrica de papel. Entonces, como los dos éramos niños de familia, pues nos hicimos cómplices. Iba por mí a la escuela todos los días, me llevaba al parque, me hacía de comer a diario, cocinaba frijoles con chicharrón y hacíamos la tarea juntos, bueno, él dibujaba sin parar, a veces toda la noche. Escuchaba a Pink Floyd, a Alan Parsons, a Moody Blues, recuerdo que su favorita era Noches de satín blanco, y como era un obsesivo la ponía todo el tiempo y los vecinos se quejaron con mi abuelo diciéndole que hacíamos misas satánicas.
Íbamos al campo a recoger el maíz y la nuez y luego asábamos los elotes y los comíamos con sal y limón; un día, así, nos corretearon los toros. Lo disfruté inmensamente. Tengo los recuerdos más bellos y los más terriblemente dolorosos. Cuando se fue.
Un viernes me quedé en la noche con él para cuidarlo y me dormí. A las cinco de la mañana se levantó y se bañó con la idea de ir a la Ciudad de México a cobrar una ilustración para comprarme mi pastel, ya que el lunes cumplía 12 años. Ya no regresó.
Las dos libretas y los estilógrafos que se quedaron en la comandancia en Chalco fueron a dar casa de los abuelos de Amaranta, donde estaba el restirador de su padre, donde se reinventaba el mundo todos los días y se enriquecía de arte, imaginación, tradición oral y lecturas.
Amaranta sabe ver a los dos artistas que conviven en la obra de Melecio: aquél que dibujaba la represión y la brutalidad y el juguetón que daba forma a los sueños más lúdicos. Admirador de Da Vinci y de Miguel Ángel, de Durero, Goya y Hogarth, pero también de Windsor McCay, autor de Little Nemo, el gran clásico en la historia del cómic. Melecio no dejaba de dibujar, y dibujó en secreto lo mejor de toda su obra. En las libretas que sobrevivieron de milagro, dejó huella, en tinta china, de su obsesión por lo perfecto. Junto al cuaderno donde ilustró Incidentes melódicos de un mundo irracional también se salvó una libreta que llamaba “El Misal”. Amaranta la abre y me muestra los prodigios que la habitan: sus ilustraciones basadas en La montaña mágica de Thomas Mann, sus trazos sueltos llenos de movimiento …
En la hoja 15 de Incidentes Melódicos leo:
“Allá por la llanura de rojo barro / Le pegaron a Don Ardilla / un golpe en el trasero / Mientras cantaba feliz / al Oriente / y al Occidente / Le tiraron / y el mortal proyectil / que, zumbando / cortó el espacio. Le hirió / y ahogó su canto”.
No deja de estremecerme que justo en el momento en que el dibujante ilustraba esta escena que acompañan los sollozos de Doña Caracol también a él le quitaran la vida. De manera que la mirada de quien quiere seguir viendo su trabajo se topa de pronto con la expresión más brutal de una vida interrumpida: la hoja en blanco.
Afortunadamente en la versión facsimilar que presentamos, realizada por la editorial La Duplicadora, lo que sigue no es una página en blanco sino un dossier de bocetos, donde continúan con vida el Señor Ardilla y Doña Caracol, el buitre, el jabalí y todo ese universo de los animales humanizados, acompañados de Juan de la Cabada y el violín de Silvestre Revueltas, es decir, los ejercicios que dan cuenta del talento de un artista único.
Y mientras le da vida al legado artístico de Melecio, Amaranta nos regala, en tiempos de odio y agresión sin límites, una historia de amor: la de Caracol y Ardilla, por un lado, y la de una hija por un padre cuya mayor herencia, dice, ha sido “amar encabronadamente la vida”.
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