Conaculta Inba

DOLORES OLMEDO Y LOS MUSEOS DIEGO RIVERA ANAHUACALLI Y FRIDA KAHLO*. II

Posted on 25 diciembre, 2023 by cenidiap

Jorge Guadarrama Guevara

SEGUNDA PARTE

 

El Museo Frida Kahlo se reinstaló respetando el uso que originalmente se había dado a los espacios, a excepción del salón de la esquina de Londres y Allende —donde, se dice, Frida se asomaba por una ventana—, el cual se dedicó a pertenencias de la pintora, especialmente ropa, que antes se encontraban en su baño, en la planta alta.

 

En las primeras salas del recorrido, se instalaron las obras de Frida de la colección Olmedo, colocando el diario como pieza principal. La cocina y el comedor conservaron los mismos muebles y ciertos detalles fueron añadidos. Tal es el caso de los nombres de Frida y Diego marcados con jarritos, idea mía que fue aceptada por doña Lola. En el comedor se agregó un frutero pintado para colocar alcancías de barro en forma de frutas, mientras que el cuarto de Diego se conservó tal como estaba originalmente.

 

El cubo de la escalera que sube al estudio se destinó a la discreta colección de pintura del siglo XIX, por lo que se realizó la limpieza superficial de dichas obras y el grupo de exvotos. Los espacios privados de Frida –estudio, recámara, habitación anexa y baño– solo recibieron limpieza y leves reparaciones. En la planta baja de esta área está la cochera y a un lado una bodega que no fue tocada por contener el archivo de Diego y Frida. Según doña Lola, por voluntad de Diego, la bodega debía ser abierta hasta pasados diez años de su fallecimiento (término que recién se había cumplido). Como ya se dijo, los judas de la casa fueron reparados por Carmen Caballero, mientras que el jardín también recibió mantenimiento.

 

En la casa de Frida colocamos en la esquina de Londres y Allende una estructura firmemente instalada en la orilla de la banqueta, elaborada de forma curva con hierro y cemento y acabada con mosaico de piedra de colores con la leyenda “Museo Frida Kahlo”. La intención, además de anunciar el museo, era proteger el edificio del posible impacto de un vehículo.

 

Paralelamente, en el Anahuacalli continuaba la reinstalación de la colección permanente, lo que no dejó de tener un aire gamboíno[1], toda vez que quienes la realizamos fuimos colaboradores del museógrafo Fernando Gamboa y aún era muy temprano para escapar a su influencia. También nos ocupamos de montar las exposiciones temporales, resultando sumamente atractiva y disfrutable la de Las Calaveras Olímpicas. Don Pedro Linares y su hijo Miguel captaron perfectamente la posición y el movimiento de los deportistas.

 

Muy pocas fueron las observaciones que hicimos para tornarlas más vivas; por ejemplo, para ilustrar el deporte ecuestre se construyó la calavera de un caballo saltando un obstáculo, con las patas delanteras estiradas, siendo que en realidad las encogen al saltar y las estiran al caer. Algunas piezas de esa colección son auténticas obras maestras del arte popular. Los carteles elaborados para publicitar las exposiciones se colocaron en lugares estratégicos, labor que resultó muy difícil porque en esos momentos todo mundo quería anunciar sus eventos.

 

El trabajo fue verdaderamente abrumador. Cuando se acercaban los Juegos Olímpicos, mi hermano y yo nos relevábamos cada tercer día para ir a dormir a nuestra casa. En el Anahuacalli, me apena decirlo, no tuvimos gran noción del movimiento estudiantil que se gestaba y el trato que el gobierno daba al asunto. Cuando ocurrió la matanza de Tlatelolco, como a la una de la mañana del 3 de octubre, pasé por Paseo de la Reforma y me intrigó profundamente la presencia militar en la zona, pero fue hasta la mañana siguiente cuando tuve conocimiento de los hechos.

 

Si bien el proyecto de los museos Anahuacalli y Frida Kahlo para la gesta olímpica fue muy ambicioso, logramos terminarlo satisfactoriamente y a tiempo. Para ello fue fundamental el desempeño de los trabajadores de ambos museos, algunos de ellos antiguos colaboradores de Rivera en la construcción del Anahuacalli. Eran obreros de la construcción –albañiles, canteros, peones– muy hábiles de manos y dispuestos a aprender y hacer de todo. Anoto aquí los nombres de los más cercanos: Enrique García, los hermanos y primos Andrés, Agustín, Ignacio y Celso García Martínez, Cándido “El Candado”, Octavio, Sergio “El Plátano” y otros más. Dos de ellos, Andrés e Ignacio, lograron más tarde integrarse a importantes museos como auxiliares de museografía.

 

En ese tiempo se labró la piedra que da acceso al Anahuacalli con la dedicatoria intensa y sencilla que dejó Diego: “Devuelvo al pueblo lo que de la herencia artística de sus ancestros pude rescatar”. Es interesante poner atención a dicha dedicatoria, ya que años más tarde el también pintor y muralista Rufino Tamayo donó al pueblo de Oaxaca el Museo de Arte Prehispánico que lleva su nombre. Tamayo hizo énfasis en que su museo era el primero donde se exhibirían las obras prehispánicas como arte, pero la dedicatoria de Rivera lo desmiente.

 

No logro recordar cómo y cuándo abrimos los museos, pero nos sorprendió la forma en que comenzó a llegar público mexicano y turismo extranjero, lo que resultó muy satisfactorio luego del gran trabajo realizado. Conforme pasaban los días, una vez inaugurada los Juegos, empezaron a llegar los medios de comunicación nacionales y, sobre todo, internacionales. Para sorpresa de todos, el atractivo principal eran Las calaveras olímpicas. Algunos medios llegaban expresamente preguntando por ellas y las fotografiaban insistentemente.

 

Todo marchaba perfectamente hasta el 27 de octubre, cuando apareció a plana entera en El Sol de México un reportaje a color titulado “Deportes olímpicos en calaveras”. El reportero Vicente Morales quiso averiguar de quién había sido la idea de Las calaveras olímpicas y fue a entrevistarse con el maestro Pedro Linares, quien se lo dijo. Fue así como mi nombre apareció en el reportaje. Cuando doña Lola vio la nota, de inmediato se trasladó al Anahuacalli para hablar conmigo. Ella desde un principio había advertido que en este trabajo solo habría créditos para ella, por lo que interpretó la mención de mi nombre en la prensa como una violación a su orden. Llegó molesta, pero se esforzó en ser amable al reclamar “mi proceder”. Le expliqué que no había intervenido en el asunto, sino que el reportero había sido lo suficientemente sagaz para no conformarse con la información evasiva que le dimos en el museo.

 

Como no había forma de convencerla y era cada vez más dura e insistente en su postura, le dije: “Señora, si usted considera que cometí una falta muy grave y no lo puede ver de otra manera, me parece que lo mejor es que me vaya del museo”. Al parecer, era lo que ella estaba esperando, pues contestó: “Pues sí, váyase”. Mi hermano, que estaba presente y apenas había intervenido, dijo: “entonces, yo también me voy”. Y, así, a finales de octubre de 1968, en pleno éxito de la apertura de los museos y las exposiciones, dejamos los museos Anahuacalli y Frida Kahlo. Al despedirnos, le recordamos que nos debía tres meses de sueldo y ella ofreció que en una semana nos pagaría. Acordamos un encuentro en el Anahuacalli, pero no llegó; cuando la contactamos por teléfono, nos dio otra fecha y tampoco acudió. Acordamos una tercera cita y lo mismo ocurrió. Luego recordamos lo que dijo cuando un trabajador la demandó y decidimos perder nuestro dinero.

 

De esa experiencia laboral no olvido que en una ocasión doña Lola adquirió el compromiso de hacer la decoración navideña de la sección de oncología del Hospital General, trabajo que fuimos a realizar con empleados de los museos. Colocamos adornos entre las camas de los pacientes, que se veían contentos por la alegría temporal que esta decoración les causaba. Había un apartado infantil que nos conmovía enormemente, pues sabíamos que algunos de esos niños en poco tiempo serían sorprendidos por la muerte. Tal fue el caso de una niña de unos nueve años, inteligente, simpática y comunicativa, con quien platicamos varias veces. Cuando le preguntamos su nombre, su respuesta nos conmovió sobremanera: “Ausencia”. Una enfermera nos comentó que, desafortunadamente, Ausencia pronto moriría.

 

Asimismo, intervinimos en la fase inicial de la instalación del Museo Arqueológico de Santa Cruz Acalpixca, hoy Museo Arqueológico de Xochimilco, que en aquel momento quedó inconcluso. Se encuentra junto a un antiguo manantial, en el edificio conocido como “caja de agua”, que es el lugar donde se almacenaba el agua previa a su salida al sistema de aguas de la Ciudad de México.

 

Hubo también un encuentro sumamente grato con el Dr. Fernando Ortiz Monasterio, cirujano plástico que realizó importantes aportaciones al estudio y tratamiento del labio leporino y el paladar hendido. Muy alegre, sencillo y afable, con una voluntad comunicativa extraordinaria, se acercó al Anahuacalli para estudiar diversas figuras de Nayarit que presentaban rasgos relacionados con su objeto de estudio. Le intrigaba particularmente una pieza formada por cuatro personajes que parecen sostener una enorme flauta pegada a sus labios. Él y una colaboradora especialista en el tema tomaron fotografías e hicieron múltiples observaciones que compartían y anotaban.

 

Tres años después, al regresar a trabajar con Fernando Gamboa, que recién había sido nombrado director del Museo de Arte Moderno, hubo encuentros ocasionales con doña Lola, mismos que fueron amables e incluso cordiales. Al cabo de unos años, en medio de una charla, me invitó a realizar el inventario de su colección prehispánica. No lo pensé mucho y acepté, porque, en realidad, entre ella y yo no había rencores y porque decidí darme –y darle– la oportunidad de una relación distinta. En su casa de La Noria estuve enlistando, midiendo y describiendo cada pieza. Varias obras las conocía ya porque formaron parte de la exposición viajera Obras Maestras del Arte Mexicano.

 

Pronto, ya me estaba pidiendo opinión sobre asuntos de los museos, con tal confianza que parecía que nunca había existido entre nosotros dificultad alguna: “Oiga, Jorge, ¿qué será bueno hacer para el aniversario de Diego?”. Le sugerí hacer una magna exposición de la obra de Carmen Caballero, algo que solo podían hacer los museos Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kalo, Anahuacalli y Frida Kahlo.

 

La idea era reunir las más piezas posibles de esos tres recintos y publicar un catálogo, le pareció muy atractiva y me pidió que la llevara a la casa de Carmen Caballero para invitarla personalmente. Fuimos a buscarla a la colonia Aurora y se acordó nuevamente que se trasladara al Anahuacalli para realizar nuevas piezas y restaurar las existentes. Como yo estaba en La Noria haciendo el inventario de la colección prehispánica, iba poco al Anahuacalli. Cierto día pasé al recinto con la intención de tomar fotos. Más tarde llegó doña Lola y estuvo ahí por corto tiempo. La noté rara y comprobé su malestar cuando, al retirarme, el jefe de personal del museo, el señor Enrique García, me dio la instrucción que ella había dejado: se me prohibía terminantemente tomar fotos de Carmen y debía entregar el rollo de mi cámara, mismo que preferí sacar del cartucho y entregarlo velado. Ante esta extraña reacción de la señora Olmedo, abandoné el acompañamiento que venía haciendo de la exposición de doña Carmen, proyecto que ya no supe si llegó a buen término.

 

Continué elaborando el inventario de la colección prehispánica, invirtiendo dos o tres tardes por semana, en virtud de mi trabajo vespertino permanente en el Museo de la Basílica de Guadalupe. En ese tiempo, doña Lola recibía con frecuencia a dos personas, una de ellas de origen cubano, con quienes charlaba animadamente toda la tarde. Fue un tiempo en que bebía de más. Intrigado, el portero de la casa me comentó en una ocasión que con frecuencia había visto policías en los alrededores de la casa, lo que le pareció muy extraño. Días más tarde, la prensa dio cuenta de la captura, en otro domicilio, del narcotraficante Alberto Sicilia Falcón, el visitante cubano. Semanas después, terminé el inventario y entregué a doña Lola el original mecanografiado, acordando que en un futuro próximo realizaríamos el de su colección de artesanía mexicana.

 

Tiempo después, casualmente encontré a doña Lola, le comenté que pronto tendría lugar en el Museo de Arte Popular, frente a la Alameda, una exposición de Herón Martínez, alfarero originario de Acatlán, Puebla. Traté de describir cómo era su trabajo y, como siempre que se hablaba de artesanía, ella mostró gran interés y dijo que haría lo posible por asistir. Llegado el día, me alegró verla e hice con ella un primer recorrido.

 

La exposición estaba compuesta por una veintena de piezas de gran formato de barro negro o rojo, de formas muy complicadas, como árboles de la vida, pero rompiendo con el patrón plano de un solo frente que los caracteriza. Los árboles de Herón eran frondosos, con temáticas de la vida rural y animal, coloridas y al natural. Doña Lola estaba encantada y, como todo estaba a la venta, comenzó a escoger algunas piezas. Más encantados estaban los empleados del museo al ver que una sola compradora se llevaría al menos cinco piezas. Terminó de elegir y estaba comprometiéndose a pagar contra entrega mientras yo arreglaba la compra de una pieza que me gustó desde el principio y que ella no había escogido. Cuando ya salíamos me preguntó si yo había comprado algo; le dije que había adquirido una pieza y quiso verla.

 

Al día siguiente me llamó para decirme que mi pieza le había gustado mucho y me pidió que se la cediera. Le manifesté mi deseo de conservarla y alabé su buen gusto al escoger las suyas. Insistente, me propuso que intercambiara mi pieza por alguna de las que ella había apartado. No acepté y, aunque no quedó muy contenta con mi respuesta, se despidió con amabilidad.

 

Días después me llamaron del museo para informarme que hubo un “error lamentable” porque mi pieza ya había sido apartada y, por tanto, podía pasar a recoger el anticipo que había dejado. Me enojé y le envié al director de museo una carta de reclamo. Nada más pude hacer y, pasado un tiempo, fui a recoger mi dinero. Al hacerlo, una empleada, con quien cultivaba larga amistad, me relató lo que realmente sucedió: la señora Olmedo había llamado para pedir que le incluyeran mi pieza y al informarle que ya estaba apartada dijo: “Pues si no la incluyen, no compro nada”. Ante esa tremenda amenaza, quienes creían haber hecho la gran venta no vieron más remedio que pasar “sobre mi cadáver”. Finalmente, al parecer, solo compró la mía porque es la única obra de Herón Martínez que he visto en la colección Olmedo.

 

Nuevamente pasaron varios años en que hubo solo contactos ocasionales, siempre amables, acompañados de comentarios sobre el quehacer cultural que nos identificaba. A finales de los ochenta, recordó que estaba pendiente el inventario de su colección de artesanía y me pidió llevarlo a cabo, lo que acepté. El trabajo inició en el Anahuacalli, lugar donde una parte de la colección se encontraba en resguardo en ese momento. Al igual que con el inventario prehispánico, ahí trabajaba también dos o tres tardes por semana.

 

Las piezas estaban en la misma bodega que las piezas prehispánicas del museo, por lo que me daban acceso y permanecía ahí dos a tres horas. El personal del museo seguía siendo el original, por lo que los conocía y había gran confianza. No había administrador ni secretaria y la señora Olmedo, como directora, rara vez acudía.

 

Una tarde, Enrique García, el encargado en ese momento, me invitó a salir de inmediato de la bodega porque se había presentado un problema. Acababa de llegar al museo Guadalupe Rivera, hija del maestro, acompañada de la actriz italiana Gina Lollobrigida y le anunció que deseaba visitar la bodega para que la actriz escogiera una pieza que se le iba a regalar. Enrique le dijo que no era posible, ya que para entrar se requería la autorización de la señora Dolores Olmedo. Guadalupe le contestó que, como miembro del Comité Técnico del Fideicomiso Diego Rivera, tenía derechos. Don Enrique me pidió que localizara a doña Lola mientras él regresaba con las visitantes. Hablé con ella y le expliqué lo que ocurría. “Voy para allá y, por favor, nada de abrir la bodega”, -me contestó-.

 

Al cabo de un rato, las visitantes salieron del museo y se dirigieron a la puerta que daba acceso a la bodega. Ahí las recibí como si fuera empleado del museo y reiteré que para entrar se requería autorización de la señora Olmedo. En ese momento apareció doña Lola y se acercó directamente a Lupe Rivera: “¿Qué pasa, Guadalupe?”. Ante esta fría presentación, Guadalupe explicó que, junto con la actriz, había estado con el Lic. Miguel González Avelar, secretario de Educación Pública, quien le ofreció a Gina una pieza prehispánica que ella misma podría escoger en la bodega del Anahuacalli. La señora Olmedo, con energía y molestia, respondió: “Dile al señor secretario que, en primer lugar, le alabo el gusto, (refiriéndose a la belleza de la actriz), pero que, si quiere quedar bien con ella, que saque una pieza del Museo Nacional de Antropología, porque de aquí no saca ni un tepalcate”. Lollobrigida, entendiendo perfectamente lo que se hablaba, lucía muy incómoda y mortificada. Guadalupe ya no alegó derecho alguno y se retiró con su acompañante, visiblemente perturbada.

 

No recuerdo por qué motivo se suspendió el inventario del arte popular, pero en 1988 la señora Olmedo me llamó para pedirme que le ayudara con el Museo de Artesanía Popular que formaría parte del proyecto general del futuro Museo Dolores Olmedo que debía ser inaugurado al término del gobierno del presidente Miguel de la Madrid. Nuevamente acepté y, como antes, estuve trabajando dos o tres días a la semana por las tardes en La Noria, en el espacio construido con tal fin, al fondo del jardín. Al mismo tiempo, en la parte antigua que ella antes habitaba, se estaba montando la colección de obras de Diego. Ahí estaba trabajando Fernando Gamboa, con quien pocas veces coincidí. Me llamó la atención que, cuando yo llegaba, doña Lola se trasladaba a las salas de arte popular para admirar los objetos de su colección.

 

A menudo se acercaba para comentar algún detalle que le parecía bello, bien realizado o curioso. Se la pasaba tocando y apreciando las piezas, lo que me llevó a la conclusión de que le apasionaba más la artesanía mexicana que la misma pintura de Rivera. Al observar las piezas, se percató de que algunas de ellas tenían número de inventario con una calcomanía que ostentaba el escudo nacional, lo que las amparaba como obras de colecciones nacionales. Me preguntó a qué se debía esto y la invité a recordar que esas obras habían formado parte de la exposición que llevó a Niza. Continuó observando y separando las que tenían número de inventario y se acercó nuevamente para preguntar cómo se les podía retirar la calcomanía sin lastimarlas, a lo que contesté no tener idea, que no se les debían quitar. Como insistió en el tema, le respondí que tal vez con algún solvente, “¿tíner?”, -preguntó-. “Tal vez”, -respondí-.

 

En mi siguiente visita me encontré con que ya había conseguido el tíner. “Ya compré el solvente para que ‘quitemos’ las calcomanías”, -dijo-. No le respondí y continué mi trabajo. Entonces ella misma las estuvo retirando, un poco con el solvente y otro poco raspando. Sus manos, y especialmente sus uñas, que siempre traía muy bien cuidadas, quedaron estropeadas. Más tarde supe que algunas de las piezas que formaron parte de la exposición de Niza fueron pedidas por ella en préstamo al Instituto Nacional de Bellas Artes, pues formaban parte de la Colección Montenegro y nunca las devolvió. Episodio reprobable tanto porque las piezas no fueron devueltas por ella y tampoco fueron reclamadas por el INBA.

 

El Museo Dolores Olmedo fue inaugurado por el presidente Miguel de la Madrid días antes del término de su mandato y, por causas que desconozco, no fue puesto en operación ni abierto al público. Su puesta en marcha demoraría un sexenio más, pues fue hasta 1994 cuando el presidente Carlos Salinas lo reinauguró.

 

Por largos años no volví a ver a doña Lola hasta poco antes de su fallecimiento, cuando me llamó para decir que deseaba platicar conmigo. Fui a La Noria y me recibió en su nueva casa que no conocía, profusamente decorada con objetos orientales por los que siempre tuvo admiración. Me recibió en su recámara, donde, al parecer, convalecía de algún malestar. Platicamos generalidades y me preguntó por mi padre y mi hermano.

 

Era difícil sostener la conversación ya que hablaba muy bajo y siseaba demasiado, no se le entendía del todo. Finalmente, expuso la razón de su llamado: “Jorge, quiero que usted sea director de mi museo”. La propuesta me tomó por sorpresa. Le contesté que no estaba en mis planes dejar la dirección del Museo de la Basílica de Guadalupe y que solo podría disponer de la tarde. Subrayó que el museo requería atención de tiempo completo y tenía razón. Me ofreció una paga que jamás había tenido, lo cual no me deslumbró porque conocía su modo de pagar a los empleados. “Piénselo”, me dijo. Le respondí que no tenía mucho que pensar, que del museo de la Basílica no saldría. “Piénselo”, insistió al terminar nuestro encuentro.

 

Dos o tres meses más tarde me llamó nuevamente y fui a visitarla. Estaba sentada en la cama, recargada en la cabecera. Ese día, de pronto, encontré en su rostro ciertos rasgos orientales que me parecieron acentuados por su natural palidez y el espolvoreado que acostumbraba como parte de su maquillaje. Tenía un aire mayestático y parecía una pieza más de marfil salida de su propia colección de arte chino. Comentó que el museo marchaba muy bien y que ella estaba al tanto de todo lo que sucedía, pues la ventana de su recámara daba a la entrada. “Desde aquí veo quién entra y quién sale”, -dijo-. Para entonces resultaba mucho más difícil entenderse con ella, pues apenas separaba los labios al hablar. Fue muy atenta y me reiteró su deseo de que asumiera la dirección de su museo. No me atraía experimentar de nuevo una permanencia fija con ella como supra directora. “¿Qué lo retiene en la Basílica?”, -inquirió-. Le contesté que su organización –el Museo de la Basílica pasaba por un buen momento–, el público, la colección y, sobre todo, la Imagen original de la Virgen de Guadalupe. Le confié el papel que desempeñaba en su cuidado y conservación. Entendió perfectamente mi negativa y me dijo sentirlo sinceramente.

 

Al poco tiempo, Dolores Olmedo falleció.

 

Me queda el recuerdo de una mujer que impuso su carácter y personalidad en un medio dominado por hombres. Segura de sí, sencilla, enérgica, dura y tierna, audaz, amable, sensible, generosa, solidaria, ruda, valiente, dominante, temida. Su tránsito en el medio cultural de su tiempo, su siempre cercana relación con el poder político y con el poder económico, así como el origen de sus colecciones, están a la espera de ser estudiados.

 

 

* Apuntes para un anecdotario

 

[1] Es decir, un estilo similar al que proyectó Fernando Gamboa

Lo que otros están diciendo

  1. Asoka Guadarrama 13 enero, 2024 at 7:22 pm

    Hechos que forman parte de la historia de la cultura de nuestro país. Magistralmente contados a detalle describiendo el entorno y los protagonistas en un relato que fluye de forma por demás interesante.

  2. Aurelio Cabrera 15 enero, 2024 at 1:12 pm

    Excelente forma de transmitir los acontecimientos vividos por el autor, la forma en que escribe a detalle los momentos vividos invitan disfrutar la lectura y al mismo tiempo preguntar si continuará compartiendo esas experiencias con el público.

    Muchas felicidades por tantos momentos vividos.

    Saludos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *