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La conquista española de Japón: ucronía de una fisura nacional

Posted on 22 noviembre, 2022

Amadís Ross
 
 

La llamada civilización material de Occidente no puede ser simplemente extraída del espíritu moderno que la fomentó. Incluso si fuera posible, sería impracticable evitar que la modernización de la vida material y el contexto afecte negativamente el pensamiento y la conciencia de la nación.

Masao Maruyama.

(1)

 
 
 
Este pequeño texto es un producto derivado de la investigación sobre José Vasconcelos y Masao Maruyama que realizo para el Seminario Permanente de Investigación de Arte y Cultura México-Japón; se trata de un ejercicio ficcional que pretende exponer la complejidad que arrastra al animal fantástico que hemos bautizado ‘México’, especialmente en lo relacionado con su identidad nacional. Para ello echo mano de la ucronía, artificio literario muy usado por la ciencia ficción que propone una versión alternativa de la historia.
 
 
Para comenzar, primero quisiera mostrar algunos puntos de la historia factual:
 
 
Mientras en octubre de 1519 los hombres de Hernán Cortés y sus aliados de Tlaxcala, camino a México-Tenochtitlan, masacraban civiles desarmados en la ciudad de Cholula y destruían el templo de Quetzalcóatl, en Japón Sumimoto Hosokawa llegaba a Hyōgo, provincia de Settsu, dispuesto a capturar el Castillo Koshimizu, un episodio más de la fratricida Guerra Hosokawa. En 1571 el Virreinato de la Nueva España llevaba 36 años de existencia y se estaba construyendo la Catedral de Mérida sobre la antigua ciudad maya T’Hó, y el daimyō Sumitada Ōmura autorizó a los portugueses usar Nagasaki como puerto mercante, en la época final del shogunato Ashikaga. Cuando se peleó la decisiva Batalla de Sekigahara en 1600, en la Nueva España se libraba el final de la sangrienta Guerra Chichimeca, que enfrentó a los colonialistas contra los habitantes que durante milenios se habían adaptado a las vastas regiones áridas de lo que hoy es el norte de México y el sur de Estados Unidos.
 
 

Charlot

Jean Charlot, Masacre en el Templo Mayor o La conquista de Tenochtitlan, 1923. Colegio de San Ildefonso.


 
Japón entró a la Era Edo de mano de los Tokugawa, que expulsó a los misioneros europeos, vistos como agentes del intervencionismo colonial, prohibió la religión católica y se desentendió de todo contacto con Occidente con excepción de los pragmáticos mercantes holandeses. Gracias a la lejanía geográfica de Europa y su carácter de archipiélago, gozó de casi dos siglos y medio de relativa independencia que forjaron mucho de lo que hoy es esa nación. Aunque presiones externas motivaron el vertiginoso proceso de modernización que inició a mediados del siglo XIX, la llamada Restauración Meiji, este giro de timón fue conducido por actores domésticos, y a pesar de la derrota en la Guerra del Pacífico y la ocupación estadunidense sufrida entre 1945 y 1952, temerariamente se puede afirmar que Japón es producto de sí mismo.
 
 
No puede decirse lo mismo de México. Aunque el Virreinato de la Nueva España se erigió sobre los despojos de las vigorosas civilizaciones mesoamericanas y aridamericanas,(2) nunca llegó a ser una auténtica extensión de la metrópoli ibérica. La élite criolla encabezó una prolongada revolución de independencia que cristalizó en 1821, pero el país no pudo estabilizarse debido a invasiones extranjeras y disputas internas. En 1876 tomó el poder un militar positivista, Porfirio Díaz, que modernizó afrancesadamente al país beneficiando sólo a una minoría. La revolución para expulsarlo terminó en un sistema monolítico que gobernó hasta el siglo XXI. Durante su corta historia, en vez de resolver la falta de identidad nacional, México ha conseguido lo contrario. Esta afirmación podría parecer imprudente, e incluso incomprensible para algunos. El vigoroso movimiento muralista del siglo XX, el mexicanismo rural forjado por los fantasmas de Juan Rulfo o que cada 15 de septiembre los habitantes de ese país agiten banderas y se emocionen ante imágenes patrias testificaría en contra de una flaca identidad nacional. ¿O no?
 
 
Shigeru Aoki - Onamuchi-o-mikoto (1905)

Shigeru Aoki, Onamuchi-o-mikoto (大穴牟知命), 1905, Museo de Arte Ishibashi.


 
“Nosotros nos hemos educado bajo la influencia humillante de una filosofía ideada por nuestros enemigos”,(3) escribió José Vasconcelos en el insólito libro La raza cósmica de 1925. El poderoso intelectual y político recién terminaba su encargo como el primer secretario de Educación Pública de la posrevolución mexicana, impulsor tanto de la instrucción popular(4) como del arte nacionalista de vanguardia, que tuvo su mayor expresión en el mencionado muralismo. ¿A qué se refiere Vasconcelos con la filosofía de los enemigos? ¿Es una afirmación producto del arrebato telúrico que fue la Revolución Mexicana? Para ensayar una respuesta es que echo mano de la ucronía. Disculparán el empleo de lo ficcional, pero la tremenda complejidad de la llamada identidad nacional en México no admite explicaciones simplistas, y qué mejor que la dimensión estética para tratar temas que espinan la mano.
 
 
Ucronía, entonces.
 
 
Imaginemos que el poder naval de los Reyes Católicos a principios del siglo XVI era suficiente para, tras tomar las Filipinas, invadir Japón, debilitado por la larga guerra civil que algunos historiadores han llamado “periodo de los estados combatientes”. En este escenario hipotético, las fuerzas ibéricas toman el archipiélago desde el sur aliándose con ciertos daimyō —caciques— para derrocar a otros, masacrando a quienes no se alinean a sus intereses y tomando la capital, Kioto, tras un largo asedio. Los ayudan no sólo fuerzas locales, sino las enfermedades que llevan consigo, que arrasan en una población acostumbrada a la higiene. Tras asesinar al tennō —emperador—, los conquistadores declaran el nacimiento del Virreinato de la Nueva Castilla. Continuando el avance hacia el norte, se dedican a combatir los focos de resistencia, imponer con extorsiones y torturas la religión católica, destruir los templos budistas y shintō —sintoístas— y en los mismos sitios erigir iglesias y catedrales, eliminar o envilecer a las élites, esclavizar a la mayoría de los civiles, proclamar el castellano como lengua oficial en detrimento del japonés, negar la sabiduría local en favor de la traída de Europa, e implementar un rígido sistema de castas en el que la posición social depende del grado de sangre española del individuo.
 
 

Saturnino Herrán, Mujer con calabaza, 1917. Colección Andrés Blaisten.


 
 
Tras tres siglos de dominación colonial, aprovechando que Napoleón ha desestabilizado Europa, un grupo de hijos de españoles nacidos en Japón comanda una revolución de independencia, que triunfa tras derramar mucha sangre. El nuevo país se encuentra tan debilitado que debe pedir préstamos a potencias como Inglaterra y Estados Unidos, que a cambio de la ayuda toman control de minas, arrozales y puertos. La expansión de la Rusia zarista les arrebata Hokkaidō, lo que será una cicatriz humillante que marcará ominosamente la historia del Japón independiente. La muy fuerte Iglesia católica, dueña de la mayoría de las tierras cultivables y con una fuerza política tremenda sobre los campesinos empobrecidos, debe ser combatida por el novel gobierno republicano, que necesita una guerra interna para terminar con su preponderancia. Las desavenencias internas de esta época tormentosa terminan con el triunfo de las élites criollas de Nueva Salamanca (antes Satsuma) y Marbella (antes Chōshū) a finales del siglo XIX, lo que permite cierta estabilidad. Es en este punto el país se encuentra entre los dos proyectos de modernidad nacidos tres siglos atrás en Europa: el decadente católico/mediterráneo al que pertenecen gracias a la herencia de los conquistadores, y el protestante/sajón profesado principalmente por Estados Unidos e Inglaterra, que crece en vigor año con año.El país llamado Japón vive un gran problema de identidad. El racismo volcado hacia adentro es parte de la vida cotidiana, ya que la oligarquía de españoles nacidos en el archipiélago y los japoneses con mayor cantidad de genes ibéricos dominan sobre una mayoría de mestizos, dejando en lo más bajo de la escala social a los “japoneses puros”. El castellano es el idioma que se enseña en todas las escuelas. Se desprecia cualquier manifestación religiosa que tenga tintes de budismo o sintoísmo, pero sobre todo se menosprecia la cultura propia en favor de lo venido de Europa y Estados Unidos. No son ni españoles ni asiáticos, sino que ocupan un tercer espacio que les resulta indefinible. ¿Cómo navegar el siglo XX con tales contradicciones a cuestas?
 
 
Cuando el vigor de tu pasado precolonial se encuentra en explícita negación, reducido a un papel subalterno que se identifica con lo atrasado y falto de brillo, y las directrices que rigen tu quebrada sociedad vienen de las metrópolis occidentales, que a pesar de la independencia política continúan sujetando a tu nación económica y culturalmente, es que toma sentido la frase de Vasconcelos: “nos hemos educado bajo la influencia humillante de una filosofía ideada por nuestros enemigos”. Los enemigos de este Japón hipotético, naturalmente, serían quienes lo colonizaron. Todo esto enmarcado dentro de una contradicción interna, fundamental y fundante: la esencia precolonial de la nación no está únicamente sometida por la visión occidental de las capas altas de la sociedad, sino que el forzado mestizaje que la define es en realidad una tensión irresoluble, y ultimadamente artificial, entre dos configuraciones humanas contradictorias entre sí: lo “japonés” poscolonial está forzado a incluir en un mismo espacio geográfico, cultural, económico y político “dos opciones históricas fundamentales no sólo diferentes sino incluso contrapuestas entre sí: la opción ‘oriental’ o de mimetización con la naturaleza y la opción ‘occidental’ o de contraposición a la misma”.(5)
 
 

Shigeru Aoki, Dos muchachas (二人の少女), 1909. Museo de Arte Kasama Nichidō.


 
Por supuesto, esto no significa una condena inmutable, pero sí un muy arduo problema que a contracorriente debe resolver un pueblo al que le resulta difícil tener una estructura social justa y funcional. Es claro que los dirigentes del Japón independiente prefieren elaborar narrativas totalizadoras que minimizan las contradicciones internas arguyendo que lo único que se necesita es modernizar más al país, importar de mejor manera los modos occidentales y reducir a su mínima expresión las “manifestaciones nativas” que únicamente entorpecen el “correcto andar” de la nación.(6) Naturalmente, esta negación del problema central únicamente acarrea más desajustes en el núcleo de la sociedad, pero permite salvar “por el momento” el frágil puente que, en teoría, los llevará a la plenitud. El mito falaz del progreso resulta veneno para pueblos con estas características.
 
 
A esto hay que añadirle, claro está, que el expansionismo estadunidense mantiene una presión constante sobre los frágiles gobiernos japoneses, y que no hay forma de que un país desnudo ante los vaivenes imperialistas pueda competir en la carrera tecnológica, económica o militar.
 
 

Saturnino Herrán, Tablero central de ‘Nuestros dioses’ (Coatlicue), 1917. Museo Aguascalientes.


 
Tal vez ahora resulte más sencillo entender lo difícil de estabilizar el correcto funcionamiento de una sociedad con los pies sobre la ensangrentada tierra de sus ancestros pero la mirada puesta en Occidente.  En 1934 Samuel Ramos se refirió a esto, cuando escribió que “No se puede negar que el interés por la cultura extranjera [europea] ha tenido para muchos mexicanos el sentido de una fuga espiritual de su propia tierra. La cultura, en este caso, es un claustro en el que se refugian los hombres que desprecian la realidad patria para ignorarla”.(7) Troquemos “muchos mexicanos” por “muchos japoneses” de nuestra caso hipotético para comprender la negación permanente de la cultura propia.En esta ucronía, o en el México real, la tensión entre lo que yace en las profundidades de la cultura y su negación sistemática tiene pocas y muy arduas maneras de resolverse, pero sin duda acrecentarla o negarla es la receta segura para el fracaso. Indagar en esta fisura, o al menos tomarla en cuenta, debe ser indisociable de la actividad política, académica e incluso artística de una nación que busca lo mejor para sí misma.
 
 
Dejemos la ucronía por ahora, y planteemos que futuros ejercicios no se limiten a ilustrar el problema, sino a buscar puentes para trazar, aun sea de forma modesta, soluciones que poco a poco suelden la fisura. Esta tarea es, posiblemente, la más urgente y necesaria, ya que es la base de todos los demás problemas de un país como México, o del Japón ucrónico que tuvimos la oportunidad de visitar en estas líneas.
 
 
 
 

Godzilla en Teotihuacan, ca. 2021. Meme encontrado en Internet.


 
 
 
 
Imagen de portada: Portuguese Black Ship Namban, foto de Hugo Refachinho. Creative Commons Attribution, Share Alike 4.0 International license.
 
 
 
 
Notas

[1] Masao Maruyama, “Nationalism in Japan: Its Theoretical Background and Prospects” en Ivan Morris (ed.), Thought and Behaviour in Modern Japanese Politics, Estados Unidos, Oxford University Press, 1969, p. 141.

 

[2] Superárea cultural en la que la aridez no permitió la adopción de la agricultura de manera regular, por lo que fue ocupada por cazadores-recolectores pertenecientes a la llamada Tradición del Desierto. Sus principales áreas fueron California, la cuenca al este de la Sierra Nevada, el noreste de Arizona, el sur de Texas, la costa de Sinaloa, y los estados de Baja California Norte y Sur, Sonora, Chihuahua, Durango, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. Véase Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, El pasado indígena, México, El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 2001, pp. 27-41.

 

[3] José Vasconcelos, La raza cósmica, México, Porrúa, 2012, p. 29.

 

[4] “Vasconcelos se inspiró en el proyecto de Anatoli Vasílievich Lunacharsky, comisario del Pueblo para la educación en la URSS, quien al finalizar la Revolución rusa en 1917 emprendió un programa de educación popular que incluía un plan editorial, bibliotecas y festivales de cultura al aire libre”, Guillermina Guadarrama Peña, La construcción de una utopía. Enseñanza artística en la posrevolución, México, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2015, p. 24.

 

[5] Bolívar Echeverría, Las ilusiones de la modernidad, México, Era, Alacena Bolsillo, 2018, p. 74.

 

[6] “Los fracasos de la cultura en nuestro país no han dependido de una deficiencia de ella misma, sino de un vicio en el sistema con que se ha aplicado. Tal sistema vicioso es la imitación que se ha practicado universalmente en México por más de un siglo. Los mexicanos han imitado mucho tiempo, sin darse cuenta de que estaban imitando. Creían, de buena fe, estar incorporando la civilización al país”. Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, México, Planeta, 2001, pp. 21 y 22. Cambiemos “México” por “Japón” para mantenernos dentro de nuestra ucronía.

 

[7] Ibidem, p. 20.

 
 
 
 
 

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